John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 19 de junio de 2017

ELOGIO DE LAS NOTAS A PIE DE PÁGINA

(Dibujo de Dave Carpenter)

Una de las convenciones que hemos aceptado casi desde que se inventó el códice -o sea, desde que abandonamos los rollos de papiro para pasarnos a lo que hoy conocemos como "libro"- es que la obra literaria como tal se circunscribe a la caja de texto (1) y que todo lo que hay fuera de ella -los números de página, las cabezas explicativas, las notas al pie- son meros complementos, ayudas a la lectura; sin duda útiles y tal vez hasta necesarios, pero en último término prescindibles. El texto es lo que se supone ha salido de forma directa de la pluma del autor. Lo demás son indicaciones, aclaraciones, señales para navegar por el libro sin perder el rumbo. Las novelas, se dice, no precisan de aditamentos. Si lo que relatan es lo suficientemente fascinante, como mucho el lector necesita que las páginas estén numeradas, igual que los capítulos (si los hay). Todo lo demás, aparentemente, sobra. Es cierto que, cuando uno está sumergido en una novela, las notas al pie parecen inoportunas, pues quiebran la ilusión de que estamos viviendo dentro de sus páginas y nos hacen regresar de golpe a la realidad, donde no somos más que lectores participando vicariamente de las vidas de otros. Aunque tampoco esto es rigurosamente cierto -ya se sabe que todas las normas estan ahí para que alguien las contravenga-, porque ciertos novelistas han hecho todo un arte de las notas a pie de página, y sus novelas no pueden/deben leerse sin incluirlas. Me refiero, por citar sólo algunos ilustres ejemplos, al Tristam Shandy de Laurence Sterne, a Samuel Beckett o a David Foster Wallace, todos ellos aficionados a las notas.


David Foster Wallace. ¿Pensando quizás en añadir una nota?

Pero, dejando aparte casos puntuales, se puede afirmar con bastante seguridad que los novelistas son poco propensos a las notas. Y los editores, aún menos. Ante la pregunta de algún escritor novato de si puede incluir notas explicativas en su relato, la respuesta suele ser una negativa  rotunda, aunque diplomática.
Caso muy distinto es el del ensayo. Los ensayos piden a gritos ser complementados con toda suerte de aparato: notas, índices temáticos, bibliografías... Hay que demostrar que lo que allí se afirma está convenientemente documentado. Por supuesto, cuanto más académico el ensayo, más notas suele incluir. Tradicionalmente, las monografías académicas llevan las notas a pie de página. Con frecuencia, muchas. Por eso, quizás, hay entre los editores la obsesión de que un texto con notas al pie asusta al lector común y corriente, haciéndole pensar que lo que tiene delante es un ensayo sesudo y, probablemente, fuera de su alcance. Así, cuanto más se aleja la temática y contenido de un ensayo del ámbito universitario para pretender conquistar al público general, más se acentúa la tendencia a relegar las notas al final del capítulo, o al final del libro. No sea que el lector se espante. (Por supuesto, esta discusión no tiene sentido si el soporte del libro en cuestión es digital y no físico: en el libro digital los enlaces permiten saltar con un clic o una pulsación del dedo a la nota y regresar luego al texto con igual prontitud.) Sin embargo, sospecho que lo que en realidad se pretende con esta maniobra es eliminar las notas al pie del radar del lector. Al fin y al cabo, parecen estar pensando los editores, ¿a quién le importa eso? Y me parece un error mayúsculo, porque las notas no sirven únicamente para dar referencias bibliográficas: las notas fundamentan lo que el autor afirma en el texto, pero sirven también para complementar aspectos que tal vez no tenían cabida en el discurso, y que aún así son de cierto interés. A los lectores mínimamente concienzudos les gusta poder enterarse con sólo bajar la vista hacia la parte inferior de la página de la procedencia de tal o cual cita, de la complicada historia de la publicación del libro referenciado, de que tal información la obtuvo el autor del colega X durante un congreso, o incluso de detalles más jugosos que no se ha atrevido a incluir en el texto, pero que abren nuevas perspectivas. Sin embargo, si cada vez que divisa una llamada de nota el lector curioso se ve obligado a cerrar la página en que estaba -sin olvidar poner una señal, o marcarla con el dedo, so pena de irritarse aún mas al perder el punto- para ir al final del libro a rebuscar entre la lista de notas el número correspondiente, la lectura se convierte en una tarea extremadamente fatigosa.




Me he encontrado no hace mucho en esta situación al leer un ensayo por lo demás apasionante y ameno. Me refiero a La España vacía, de Sergio del Molino. Una y otra vez, he tenido que efectuar la complicada operación de buscar la nota y he maldecido para mis adentros a los editores que, junto con el acierto de publicar esta obra -que recomiendo sin reservas, a pesar de los malabarismos que me ha obligado a hacer-, no han tenido la osadía suficiente para ubicar las notas donde el lector pueda encontrarlas sin esfuerzo: a pie de página. O tal vez tienen ellos razón y de haberlo hecho así hubiesen vendido muchos menos ejemplares. Pero después de esta experiencia, estoy tentada de poner en marcha un grupo de presión de lectores a favor de las notas al pie. En sus manifestaciones, por supuesto, las pancartas irán debidamente anotadas.

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1. Un término que procede de la tipografía antigua, cuando los tipos de madera o metal que componen la página se colocaban dentro de una caja de madera. (Como ven, hasta las entradas de blog precisan a veces de notas a pie de página.)



martes, 13 de junio de 2017

LIBROS Y FERIAS



En castellano, el término "feria" tiene un doble sentido. Por un lado, es un lugar donde se exponen productos para vender, generalmente en un día o días señalados; se emplea para mercados de todo tipo, desde ferias de ganado a ferias tecnológicas. Por otro, remite a un evento más festivo. Como dice el diccionario de la RAE, una feria es también un "Conjunto de instalaciones recreativas, como carruseles, circos, casetas de tiro al blanco, etc., y de puestos de venta de dulces y de chucherías, que, con ocasión de determinadas fiestas, se montan en las poblaciones". Algunas veces, las ferias tienen un poco de ambas cosas: los avispados negociantes aprovechan la afluencia de público para ofrecer diversiones, comida y bebida, además de las mercancías que son el objetivo del evento. Por lo que se refiere a los libros, Ferias del Libro hay muchas, repartidas por toda nuestra geografía. En general, se llevan a cabo aprovechando la llegada del buen tiempo, que permite poner tenderetes al aire libre, en lugares de paseo donde la gente, además de tomar el fresco o sentarse en un chiringuito a beber unas cañas, puede detenerse a hojear los libros allí expuestos y, quién sabe, incluso comprarlos.  Por su tamaño y su variedad, la Feria del Libro de Madrid es una de las más notables y representativas, además de una de las más antiguas, ya ha superado los tres cuartos de siglo de existencia. Y por estar ubicada en el Retiro, claro, un lugar maravilloso donde siempre apetece perderse un rato.


Así lucía la Feria del Libro en 1933

En Barcelona, Sant Jordi es un día multitudinario y lleno de vitalidad, donde los libros, lejos de quedarse en un territorio delimitado, invaden todo el centro de la ciudad. Y el público, ese día, deja sus tranquilos barrios para callejear por ese núcleo, donde pronto no cabe un alfiler (si han intentado un 23 de abril bajar por las Ramblas, sabrán lo que es eso). Sin embargo, los tenderetes de Sant Jordi, en su mayoría, tienen todos los mismos libros: el último bestseller, el último engendro de un presentador de televisión o de un político (que ellos no han escrito, por supuesto). Como ese día todo aquel que no pisa una librería en su vida acude al reclamo de la tradición y se siente obligado a adquirir un libro -sin más criterio que "lo que suena"-, los libreros intentan captar a este público tan heterogéneo. "Lo que suena", "lo que se lleva" acaba dominando la selección. La Feria de Madrid, en cambio, tiene varias ventajas. No hay rosas, de acuerdo. (En cierto modo, menos mal, porque el calor de los junios madrileños no les sentaría demasiado bien.) Pero hay casetas de librerías, de editoriales, de distribuidoras. Incluso de organismos de esos que, en la vida cotidiana, uno sabe que existen, pero no se topa nunca con ellos. Como el Boletín Oficial del Estado, o el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (por cierto, no dejen de visitar la caseta de este último: hay verdaderos tesoros, que raramente se encuentran en librerías convencionales). Además -y en eso es casi el reverso de Sant Jordi- los editores aprovechan para traer su fondo. Si llevas todo el año buscando un libro de un pequeño editor que distribuye poco y mal, aquí es el lugar y el momento para encontrarlo. Mucha gente aparece en la Feria con un papel arrugado donde tiene esa lista de libros esquivos que espera hallar por fin. Y aún hay más y mejor: te atenderá personal experto, libreros o editores que conocen a fondo lo que publican, con quienes se puede hablar alegremente de si el último libro de tal autor es mejor que el primero, o pedirles consejo sobre un autor finlandés del que nada sabes, pero cuyo nombre te suena tan bien. No sólo es posible deambular, hojear, leer los textos de contra, pasar de una caseta dedicada al esoterismo a otra especializada en literatura militar o en novelas del XIX, sino que -a menudo- tienes ocasión de conocer a los editores que, el resto del año, están sentados en sus despachos, pero que no quieren perderse esta cita primaveral con sus lectores. También hay, no podía faltar, una nutrida representación de autores, firmando o intentando que les pidan una firmita. Ocasión perfecta para comprobar que los escritores son de carne y hueso, e incluso a veces simpáticos. ¿Puede algún bibliómano resistirse a tantos atractivos juntos? No, rotundamente, no.


En la Feria, tras el mostrador

Este año, esta bloguera ha tenido el honor de estar, por una vez, al otro lado del mostrador, firmando y departiendo con sus lectores. ¡Una experiencia memorable! Mi agradecimiento a mi editor, que se prestó a organizarlo, y a la Librería Pasajes, que me acogió una tarde. La Feria de Madrid ya acabó, pero vuelve el año próximo. Mientras, tenemos las librerías. Para los lectores, comprar libros es una actividad de todo el año.


La caseta de Trama Editorial, con El síndrome del lector bien visible




viernes, 2 de junio de 2017

ESCRIBIR CON SEUDÓNIMO

(Foto: Luciano Ribas)

Esconderse. Fingir. Sortear prohibiciones. Desconcertar al público. Usar una voz distinta. Cambiar de identidad. Ser otro.
Son muchos y diversos los motivos que llevan a escribir bajo seudónimo. Históricamente, el seudónimo ha sido el disfraz idóneo para sortear la censura, o la desaprobación social. Mujeres que adoptaban un nombre masculino para presentarse ante el mundo y que sus obras fuesen tenidas en cuenta, como las dos "George", George Eliot y George Sand, en la vida real respectivamente Mary Ann Evans y Aurore Dupin (o Dudevant, según optemos por su nombre de soltera o de casada: en países como Francia o Inglaterra, donde las mujeres pierden su apellido al casarse para adoptar el del esposo, tal vez el seudónimo era simplemente un cambio de identidad más). O, mas tímidamente, se escondían bajo el genérico "a Lady", como hizo Jane Austen al publicar su primera novela, Sense and Sensibility.



Este deseo de esquivar la mirada severa del público, de que no piensen mal de uno por haber escrito nada menos que ¡una novela! no es privativo, sin embargo, del sexo femenino. Walter Scott, cuando ya era conocido y alabado por sus compatriotas como poeta -la popularidad de su poema narrativo La dama del lago traspasó fronteras, hasta el punto de que Schubert puso música a algunos fragmentos; el célebre Ave María, tan socorrido en bodas y otros festejos, procede precisamente de esa obra, aunque la letra original no se ha mantenido- no se atrevió a publicar su primera novela histórica, Waverley, bajo su propio nombre. (Forma parte de las curiosidades de la historia de la literatura el que se considerase admirable que un jurista como era Scott hubiese pergeñado un poema sobre desdichados amores junto a un lago escocés en el siglo XVI y sin embargo se viese como impropio que escribiese obras en prosa que trataban igualmente de amores y batallas en un trasfondo histórico.) De modo que esta primera incursión suya en el género salió anónimamente, sin autor, pero como su éxito hizo inevitable que le siguiesen otras de tema parecido, éstas aparecieron firmadas por "El autor de Waverley". Si no es exactamente un seudónimo, se le parece mucho. A pesar de que la obra fue muy aplaudida, y que varios críticos vieron en ella la mano inequívoca de Scott, éste se empeñó en mantener la ficción sobre su autoría durante muchos años. Tal vez es que le había tomado gusto a jugar al escondite.
Porque otra de las cualidades del seudónimo es que permite a los autores sortear esos compartimientos en que el público tiende a colocarlos. Si es usted un escritor con varias novelas alabadas por la crítica sesuda, salir de repente con una novela policiaco-humorística podría desconcertar a su público. O tal vez enajenárselo. Esto es lo que debió de pensar Julian Barnes, que en la década de los ochenta publicó varias novelas protagonizadas por un detective bisexual bajo el seudónimo de Dan Kavanagh. Las novelas -doy fe de ello, porque he leído un par- son realmente divertidas. Y me consta que escribir en un registro tan alejado del suyo habitual resultó liberador para él. Como dijo en una entrevista:

"Liberador en el sentido de que podía permitirme cualquier fantasía de violencia que se me ocurriese. Odio a los gatos, pero en una novela Julian Barnes como mucho le daría un empujoncito a uno para sacármelo del regazo. Sin embargo, dame un seudónimo y para cuando acabe el primer capítulo ya lo habré asado en la barbacoa."

Esta es la foto que aparece en la web de Dan Kavanagh.
Ciertamente, un autor elusivo

Su ejemplo ha sido seguido luego por varios colegas, entre ellos el premiado John Banville, que publica sus novelas policiacas bajo el nombre Benjamin Black, o la propia J. K. Rowling, que para liberarse del corsé harrypotteriano firmó sus novelas policiacas como Robert Galbraith.
Y con esto estamos donde quería llegar desde el principio: el seudónimo a veces sirve no tanto para ocultarse, como para dejar que asome otra faceta de uno mismo. Como sin duda saben los amables lectores que hayan leído mi libro, El síndrome del lector -o al menos le hayan echado un vistazo-, este blog aparece también bajo seudónimo. Eso es algo que parece desconcertar a muchos de mis conocidos, que no entienden el motivo -"Si no te metes con nadie, ni es algo de lo que tengas que avergonzarte, ¿por qué"- (pero no es para ellos que escribo esto, de modo que me importa poco su opinión). La explicación, si es que necesaria alguna, es muy sencilla: Elena Rius me permite centrarme en mi yo lector, dejando de lado todas las demás personalidades que una se ve abocada a adoptar en el curso de su vida profesional y familiar. Aquí no soy madre, ni profesora, ni editora, ni traductora, ni trapecista (eso  último tampoco me atrevería a serlo). Nada más que una lectora que les cuenta cosas sobre libros a otros lectores. Quizás debería hacerme una tarjeta de visita: Elena Rius, lectora.



De todos modos, si alguien quiere conocer cómo es la autora de este blog, ésta se materializará, en todas sus personalidades, los próximos días 9 y 10 de junio en la Feria del Libro de Madrid. Los lectores curiosos quedan cordialmente invitados a pasarse por allí.

[Viernes 9 de junio, a partir de las 18:30, en Librería Pasajes, caseta 143. Sábado 10, a partir de las 12 en Trama Editorial, caseta 195.]