John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

jueves, 25 de mayo de 2017

DE LIBRO EN LIBRO


Todos los grandes lectores, sin excepción, tenemos un rincón, una estantería, una mesa, donde se amontonan las lecturas pendientes. Una pila que, por más que leamos sin tregua, nunca disminuye. Antes bien, tiene una peligrosa tendencia a crecer hasta alcanzar a veces dimensiones inmanejables. De hecho, yo misma de vez en cuando me veo obligada a hacer una poda en ese montón de libros siempre en expansión. Descubro entonces que algunos de los que en su momento clasifiqué como "de próxima lectura" han perdido interés, o tal vez ha transcurrido tanto tiempo que he olvidado qué fue lo que me atrajo de ellos. Entonces, pasan a engrosar otras nutridas filas, las de los libros que sé que no voy a leer en un futuro inmediato, pero que forman parte de mi biblioteca. Nunca se sabe cuándo va a sentir una la necesidad de recurrir a ellos. Por unos días, la aglomeración en la pila de lecturas pendientes disminuye, pero no tarda en verse acrecentada por nuevos volúmenes. Que quizá serán leídos o quizá languidecerán ahí hasta que, a su vez, resulten eliminados en la próxima poda.
En ese caso, dirán ustedes, elegir la próxima lectura no entraña otra dificultad que seleccionar uno entre los libros allí apilados. Pues no. Ni tan sencillo -porque los libros son muchos, ¿a cuál dar prioridad?-, ni tan evidente. Los lectores solemos tener una suerte de radar interior que nos va guiando de un libro a otro. ¿Cómo sino podríamos abrirnos camino entre los miles de libros que se nos ofrecen sin entrar en shock? Cuando cerramos un libro, tenemos ya puesto el ojo en el siguiente. Pero los libros llaman a otros libros. Ya podemos tener una pila de lecturas pendientes a punto de desmoronarse, que la llamada de esos otros libros es más potente aún.
Es así. Descubro a un autor al que nunca antes había leído; caigo rendida. De inmediato, quiero leer otras novelas suyas. Leo un ensayo sobre el cultivo de limones en Italia, que resulta estar lleno de anécdotas e historias fascinantes. Lo primero que hago es ir a la bibliografía y explorar otras obras relacionadas con el tema.




Si algún personaje de aquella novela que tanto me gustó leía a Trollope, habrá algo magnético que me lleve a las obras de este escritor. Es lo que se llama "la mancha de aceite". El proceso lo explica de forma muy gráfica Clara Obligado en un artículo en El asombrario:

"Se toma un libro que nos guste mucho, se pone en el centro y dejamos que se expanda como una mancha: primero nos llevará a más libros del mismo autor, luego, a lo que este autor leía, luego, a otros autores que lo rodean. La corriente literaria a la que pertenece, sus filias. Sus fobias, incluso. Por ejemplo, si encontramos a Alice Munro (gran hallazgo), nos llevará, en primer lugar, a Chéjov (obvio), luego a su maestra, la también canadiense Mavis Gallant (no tan obvia), luego a las autoras que le gustan: Edna O´Brien. Edna O´Brien, a su vez, nos puede acercar a Colm Tóibín, que no hace más que elogiarla y, de pronto, estaríamos leyendo, casi sin darnos cuenta, y de forma muy organizada, cierto tipo de textos que tienen afinidades secretas, y dos literaturas no tan conocidas, como son la canadiense y la irlandesa. ¿Nos gustan? Sigamos por ahí. Digamos que me he hecho fan de Colm Tóibín: ¿cómo no leer entonces a su gran maestro, que es Henry James? Y así, como si fuesen vasos comunicantes, un texto nos lleva a otro, y se va ampliando como si fuera una aura, una corola, una mancha."

Así, a menudo un hallazgo casual, una mención, un apunte, anula cualquier otro orden o prioridad que tuviésemos en mente. Son las afinidades secretas, los hilos ocultos que unen unos libros con otros. Es verdad que ahí está el rincón de lecturas pendientes, haciéndonos señas, pero como si nada. Como Ulises, nos tapamos los oídos y hacemos caso omiso de sus cantos de sirena, pendientes solo de alcanzar la próxima isla, el próximo libro.



jueves, 18 de mayo de 2017

VIAJEROS Y TURISTAS


Ya está aquí el buen tiempo y con él la savia nueva que -metafóricamente- empuja a ampliar horizontes y a intentar nuevas empresas. Si el invierno invita a recluirse en el hogar, la primavera hace pensar en futuros viajes. Es época de Wanderlust -una palabra alemana que también ha sido adoptada por los ingleses (quien desconozca su significado, encontrará la explicación detallada en otro lugar de este blog)-, de exploración y aventura. Claro que se puede viajar de muchas maneras: con una mochila al hombro y un rumbo incierto; con un itinerario cuidadosamente planificado y un equipaje calculado al milímetro; en absoluta soledad, en pareja o con toda la familia; con un grupo de personas desconocidas, en un viaje organizado; quemando etapas e intentando abarcar todos los museos, atracciones y curiosidades locales posibles, prisioneros de una rigurosa agenda, o dejándose llevar por lo que sale al paso. Sea cual sea la modalidad elegida, casi en todos los viajes hay un momento en que el viajero se pregunta por qué se le ocurriría dejar su confortable hogar para lanzarse por los caminos. Unos días de frío y lluvias torrenciales, la antipatía de algún personaje local, una habitación de hotel poblada de insectos, la desagradable constatación de los estragos que unos manjares desconocidos pueden causar en su sistema digestivo: cualquiera de estas experiencias se presta a que el viajero se plantee si no estaría mejor sentado en su sillón favorito y rodeado de objetos familiares. ¿Para qué viajar, pues, sin necesidad de hacerlo? Al menos, las peregrinaciones medievales tenían un sentido: todo lo que uno sufría durante el viaje -que era mucho- era parte del camino hacia la redención que comportaba el llegar a la tumba santa o el santo lugar elegido como destino. A principios del siglo XX, Stefan Zweig, que era un viajero incansable, hasta el punto de que sus amigos le apodaron “el holandés errante”, definió así su amor por los viajes: 
“Al viajar, deseamos dejar atrás el área que es nuestra, ese mundo doméstico tan bien regulado día a día; nos sentimos impulsados por el deseo de sentirnos desarraigados y así, dejar de ser nosotros mismos. Queremos interrumpir una vida en la que meramente existimos, para vivir más.”

Stefan Zweig

Para él, la forma en que viajamos debería reflejar nuestros gustos más íntimos, dejar sitio para un aroma a peligro y aventura, a improvisación.
"Sólo viajando a la manera de los antiguos, que implica sacrificarse a las reglas del azar, uno tiene la oportunidad de descubrir no sólo el mundo exterior, sino aquel que reside en nuestro interior.”
Sin embargo, ante los avances del turismo de masas (y era sólo el principio, ¡si lo viese ahora!), el propio Zweig acabó por dictaminar que: "Uno ya no viaja, a uno le viajan."

¿Nos hemos vuelto locos con este afán por trasladarnos de un lugar a otro? ¿Aporta algo que te transporten como ganado en un avión abarrotado para llegar a una playa llena de turistas como tú? Tal vez resulte más productivo quedarse en casa con un buen libro. Si es un libro de viajes, mejor aún. La última contribución a este género -una lúcida combinación de reflexión sobre los excesos del turismo y revisión del mito del buen salvaje- es El turista desnudo, de Lawrence Osborne. ¿Es posible hoy viajar en el sentido que reclamaba Zweig? El problema, como apunta certeramente Osborne, es que "el mundo entero se ha convertido en una instalación turística". A pesar de ello, hay que reconocer que Osborne logra vivir unas cuantas aventuras como mínimo insólitas. Eso sí, algunas de ellas muy, muy incómodas. Mientras tanto el lector, viajero sin moverse de su butaca, se ríe con ganas de sus desdichas.




A lo mejor hay que tomárselo de otra manera. El sabio Lin Yutang opina al respecto en La importancia de vivir:
"La esencia del viaje es no tener obligaciones, ni horario fijo, ni correo, ni vecinos curiosos, ninguna delegación que te reciba y carecer de destino. El buen viajero es el que no sabe a dónde va, y el viajero perfecto es aquel que no sabe de dónde viene."
Y es que para escapar de las ataduras y la rutina, lo importante no es la distancia ni el destino, lo importante es la mirada del viajero. A mí no me busquen en Cancún.


sábado, 6 de mayo de 2017

LA LECTURA Y LA VIDA

Banderola promocional del
Plan de Fomento de la Lectura 2017

Nuestro ministerio de Cultura -¡ay, no!, que ahora van Educación, Cultura y Deporte en un mismo saco- ha anunciado un nuevo Plan de Fomento de la Lectura. Según nos informa el propio ministerio, con datos de una Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales elaborada por su departamento, en el año 2015, el 62% de españoles afirmaba haber leído al menos un libro en el último año. No es un dato especialmente malo -veníamos de cifras más bajas-, pero tenemos aún un porcentaje nada despreciable de gente que no lee ni un libro al año. Bienvenido sea, pues, todo lo que se pueda hacer en favor de la lectura, sobre todo si se traduce en más recursos: más bibliotecas públicas y con más fondos, más apoyo a las librerías -por cierto, alguien debería preocuparse alguna vez de solucionar el cuello de botella de la distribución, tan rematadamente complicada en este país: si los libros no llegan a los lectores, es como tirarlos a un pozo-, a la lectura en las escuelas y a las bibliotecas escolares, demasiado a menudo inexistentes o muy mal surtidas.



El eslogan elegido para este Plan es "Leer te da más vidas". Modernillo y simpático, con su guiño a los videojuegos donde uno puede perder o ganar vidas según sean sus habilidades. No dudo de que tenga su efectividad, y por supuesto le deseo todo el éxito posible a esta iniciativa. Personalmente -soy de naturaleza escéptica- dudo que ningún no-lector abrace la lectura como consecuencia de este eslogan, ni de ver fotos de gente leyendo (hay una parte de la campaña que anima a fotografiarse con un libro y compartirlo en las redes sociales, prometiendo a cambio una bolsa de tela). En realidad, lo único que te convierte en lector -y eso puede ocurrir a cualquier edad, aunque es aconsejable que suceda lo antes posible- es la constatación de que leer te da algo que nadie más es capaz de ofrecerte.
Es cierto que la ficción, en un sentido amplio, nos permite vivir otras vidas. Como dijo Vargas Llosa, "Inventamos las ficciones para vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando disponemos de una sola".  Pero eso también nos lo da el cine, o las series, sin duda de ahí su inmensa popularidad. La ficción en pantalla es además fácil e inmediata, imagen y sonido nos atrapan y nos envuelven. Si los guionistas, los actores y el director han hecho bien su trabajo, el espectador siente como suyas las peripecias de los personajes, sufre con el protagonista o detesta al antagonista, según los casos. Durante el tiempo que dura esa ficción en imágenes, puede sentirse explorador en tierras salvajes, bella princesa, arriesgado agente secreto o astronauta extraviado en Marte. Puesto que la ficción audiovisual resulta tan satisfactoria, ¿por qué pues deberíamos preferir buscar esas "más vidas" en la lectura? La lectura requiere de nosotros más tiempo, más concentración y mayor esfuerzo que la imagen. Esfuerzo, sí, porque a diferencia de lo que ocurre con la imagen, la lectura es activa, no pasiva. Es ese acto de lectura el que dota de sentido al texto:

"No se conoce lo suficiente acerca de la neurofisiología de la interpretación de los signos, ero lo que sí se puede decir es que leer es una experiencia humana particular en la que una persona colabora con las palabras de otra, el escritor, y que los libros cobran literalmente vida gracias a la gente que los lee, pues es un acto de plasmación."
                                                    Siri Hustvedt,"Sobre la lectura"

El material con el que trabaja la literatura es el lenguaje, y los seres humanos damos forma a nuestro pensamiento a través del lenguaje. Pensamos con palabras, y lo que no somos capaces de expresar mediante la palabra, no existe. Por eso, porque su vehículo es el lenguaje, la literatura es capaz de articular y explorar las emociones y los pensamientos humanos con una complejidad y una profundidad que les está vedada a otras manifestaciones artísticas. Así, una obra literaria puede tener capas y más capas de significado. Es más, sobre el lector opera no sólo la parte de contenido del texto, sino también la parte formal, la musicalidad del lenguaje. Una buena novela, un buen poema, no solo le prometen al lector un rato de entretenimiento, sino todo un mundo de significados, que luego podrá incorporar a su propio imaginario. Por eso los libros no es que te den vidas, es que te cambian la vida. La hacen más rica y más profunda. Puedes vivir sin leer (supongo, yo no lo he probado ni lo probaría nunca), pero vivirás una vida mucho más pobre, más superficial, y te conocerás menos a ti mismo. No sabes lo que te pierdes.