John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 28 de septiembre de 2016

CATA A CIEGAS LITERARIA

 
Si sólo pudieras ver esto, ¿con cuál te quedarías?
 
¿Por qué compramos un libro? ¿Por qué ese precisamente y no el de al lado, o el de la estantería de arriba? Tal vez nos mueve el autor, el título, una recomendación de un amigo, una crítica que hemos leído... Muchas veces, sin embargo -y esto lo saben muy bien los departamentos de marketing de las editoriales- lo que precipita nuestra decisión es una cubierta atractiva, un color llamativo o un texto promocional que nos haga imaginar las maravillas que encontraremos entre sus páginas. (Sobre esos textos promocionales hay también mucho que decir, pero ya hablamos de ello en alguna ocasión anterior.) La verdadera prueba de fuego es llegar a un libro sin ninguna referencia, a pelo. Imagínense que tienen delante un libro en el que no figura el autor (o su nombre les es del todo desconocido) y carece de textos de solapa. Esto último no es tan raro, la mayoría de libros en tapa dura que se publicaban hace cien años carecían de cualquier texto aclaratorio. La misma Jane Austen se dio a conocer ante sus lectores con un volumen -Sense and Sensibility, su primera novela publicada- en el que como autor se postulaba sólo un enigmático "By a Lady". Nada de resumen del argumento, ni biografía de la autora, ni faja del editor diciendo "una novela de amor que nunca podrá olvidar". ¡Y la obra fue un éxito! (al menos para los parámetros de la época: la tirada de esta novela fue de unos 750 ejemplares, aunque hay que tener en cuenta que por entonces tiradas de 500 eran lo más habitual).
 
 
 
 
Bueno, pues si los lectores ingleses de 1811 eran capaces de apreciar una obra a partir del propio texto, sin contar con el respaldo de una cubierta bellamente ilustrada, de una campaña de marketing o de una faja promocional, ¿deberíamos nosotros ser menos? ¿Qué pensaríamos de una novela de Jane Austen si llegásemos a ella a ciegas? Por mi parte, a menudo me pregunto, ante ciertos engendros que se venden por millares por ahí, si realmente los que lo compraron han llegado a leerlo. O bien si lo han leído con las anteojeras de "esto es lo que se lleva ahora, de modo que ha de ser bueno" puestas. En el otro extremo del espectro literario, divierte a veces imaginarse qué diría un lector común acerca de algunos de los considerados clásicos si se le presentasen desnudos de toda información, de toda aura cultural que los respaldase. Quiero creer que muchos superarían la prueba -por eso se han convertido en clásicos-, aunque me queda la duda de si no habría lectores que los descartasen por aburridos o incomprensibles. Po eso precisamente son de admirar los editores -y los lectores editoriales, a quienes con frecuencia les toca hacer una primera criba- que, delante del manuscrito de un autor desconocido del que no poseen ninguna referencia, son capaces de ver un talento, una promesa, y apostar por ella.
Sea como fuere, sujetarse de vez en cuando a estas "catas a ciegas" literarias me parece muy saludable. Sólo que cada vez es más difícil llegar a un texto virgen de toda referencia. Dándole vueltas a este asunto, me topo con el curioso juego que propone una librera de Pamplona (Deborahlibros, no dejen de visitar su blog): presenta una serie de libros envueltos, y le da al lector sólo una referencia genérica ("Viajes", "Novela histórica"), aunque no se ha atrevido a prescindir de toda explicación -su oficio, después de todo, es vender libros, y no sabemos si hay tantos lectores dispuestos a tirarse a la piscina- y lo condimenta con un breve texto escrito por ella. Una original iniciativa, que yo de ustedes no me perdería si están por allí.
 
 
 
 
 

jueves, 15 de septiembre de 2016

LA LITERATURA INFANTIL NO ES SOLO PARA NIÑOS

El rincón de los niños en la Central del Raval
(Barcelona)
 
Aprovechando que celebramos este año el centenario de Roald Dahl, ese escritor original, transgresor y algo malvado que ha hecho la delicia de tantos niños y adultos, vamos a romper una lanza en favor de los libros para niños y jóvenes. Vamos, lo que se conoce como LIJ en círculos especializados, pero que, para el lector de a pie, son esos que en las librerías están en una sección con mesas y sillas bajitas y llena de colorines. Si usted no tiene niños, es muy probable que esa sección ni la pise y, por descontado, ni se le pasará por la cabeza leer alguna de las obras que pertenecen a esta categoría. Pues no sabe lo que se pierde. ¿Por qué -preguntará tal vez- si soy adulto, habría de leer obras pensadas para niños? Principalmente, porque una obra literaria de calidad no "es para" un lector de una edad, sexo, etnia o religión determinados: los buenos libros se dirigen a cualquier lector, a todos los lectores capaces de apreciarlos. Con esto no quiero decir que deba uno aparcar de inmediato a Proust o Dostoeivski para dedicarse a leer todo lo que encuentre en el rincón de los niños de su librería habitual. (Comprobará en ese caso que, tal como sucede con la sección de adultos, igual que se encuentran gemas, hay mucha morralla.) Si es un lector curioso, con ganas de ampliar sus horizontes, hará bien en dejarse aconsejar por su librero o pasarse por algún blog especializado, como el de anatarambana -que, merecidamente, ha recibido este año el Premio Nacional al Fomento de la Lectura-, para ir directo a lo que de verdad vale la pena.
 
 
 
 
Lo que suele suceder -aunque el fenómeno Harry Potter cambió un poco esto- es que, aunque  hayamos leído este tipo de literatura en nuestra infancia, al pasar a la edad adulta la dejamos de lado (reafirmados por ese orgullo estúpido de "ya soy mayor"). Hasta nos da cierta vergüenza incurrir en este tipo de lecturas, no sea que alguien nos vea con un libro para niños entre manos. (Los editores ingleses de Harry Potter llegaron a hacer una versión con cubiertas "de adultos", para estos lectores.) La mayoría de la gente no se vuelve a acordar de ellas hasta que se convierte en padre. Con la excusa de comprar libros para tus retoños, empieza entonces una etapa de exploración y de maravillosos descubrimientos. A mí, al menos, me ocurrió así: empecé a leer todo lo que compraba para ellos, y ya no pude parar. Como dice C.S. Lewis: “Me inclino por establecer como una norma el que un relato para niños que solo les gusta a los niños es un mal relato infantil. Los que son buenos perduran. Un vals que solo te gusta mientras estás bailando el vals es un mal vals”. Leer un buen libro infantil o juvenil produce el mismo placer en un adulto que en un niño. O más, porque el adulto es capaz de admirar en él aspectos técnicos que el niño simplemente disfruta sin ser consciente de ellos. Y porque los buenos libros infantiles -igual que los buenos libros para adultos- no sólo poseen un nivel de lectura, sino muchos. Cuando más perspicaz es el lector,  más partido le saca. Para un niño, el cuento de Maurice Sendak Donde viven los monstruos puede ser tan solo una divertida manera de exorcizar los temores que le asaltan en la noche; el lector adulto percibirá que es un estudio de cómo los niños logran dominar sus sentimientos de ira, miedo, frustración o celos, y una reflexión sobre la fuerza de la imaginación. Aunque ya no tengamos ocho años, como Max, también nos sentimos "salvajes" alguna vez y hacemos (o nos gustaría hacer) cosas que se escapan de lo tolerado.
 
 
Ilustración de Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak
 
De modo que, sin complejos, incluya en su dieta lectora una ración de literatura infantil. Ningún menú lector debería estar completo sin obras como El león, la bruja y el armario, de C.S. Lewis, El libro del cementerio, de Neil Gaiman, Momo, de Michael Ende, El superzorro, de Roald Dahl (y todas las demás obras de este autor),  o los deliciosos álbumes ilustrados de Quentin Blake. Y eso es sólo el aperitivo... Anímense a probarlo.
 
 

martes, 6 de septiembre de 2016

LA LITERATURA EN LA ESCUELA

 
Comienza septiembre -aunque más parece el fin del mundo, a juzgar por los calores que tenemos que soportar- y se avecina, un año más, el retorno a las aulas. Pienso que soy afortunada de no tener que vérmelas con un aula llena de adolescentes atentos únicamente a sus móviles (siento tremenda admiración por los esforzados profesores que aún así logran interesarlos en las materias que imparten) y, sobre todo, me alegro enormemente de no tener que enseñarles un programa impuesto desde arriba y pensado más para aprobar cursos que para transmitir el gusto por descubrir nuevos saberes. Porque en eso debe -o debería- consistir la enseñanza, en estimular la curiosidad de los jóvenes y hacer que quieran saber más: más ciencias, más matemáticas, más lengua(s), más historia, más literatura... Literatura, ¿y cómo se enseña eso? No me refiero a inculcar el gusto por la lectura -eso es una guerra aparte, de la que ya se han ocupado muy bien personas más autorizadas que yo, como Daniel Pennac-, sino a lo que es propiamente el cometido de la asignatura de literatura, es decir, ofrecer una panorámica de la evolución de la literatura española y universal (occidental, más bien, dado que otras culturas están escasamente representadas). Espero y deseo que la didáctica de esta materia haya evolucionado desde mis días de estudiante, porque en mi recuerdo era un perfecto disparate que no entiendo cómo no me desanimó de la literatura para el resto de mis días. Consistía la cosa en estudiarse un manual lleno de nombres y fechas, que no se relacionaban para nada con los textos a los que aludía. Como mucho, a esos literatos ilustres cuyos nombres y obras estábamos obligados a memorizar se les calificaba con algún adjetivo -que debía servir, imagino, para diferenciar su producción de la de otros colegas suyos-: "autor satírico", "moralista" o "realista", según los casos. Hilando más fino, al analizar la trayectoria de ciertos autores insignes, se llegaba a distinguir entre distintas etapas de su producción, lo que naturalmente no revestía el más mínimo interés para los sufridos estudiantes, pues ¿qué nos podía importar si Fulanito comenzó su carrera escribiendo poemas amorosos, pasó luego a componer dramas románticos para desembocar al fin en las novelas de capa y espada? Sin haber leído nada del tal autor, ni haber tenido ocasión de seguir su evolución a través de los propios textos, lo único que podíamos hacer era memorizarlo cual papagayos. De este revoltillo de nombres y títulos, una gran parte cayó directamente en el olvido, y otros permanecieron agazapados en algún recoveco de mis neuronas, en especial aquellos ligados  a ciertas peculiaridades que los hacían memorables. (Aún ahora, en los momentos más absurdos, soy capaz de rescatar el título de una de las comedias de Terencio, el autor romano, que lleva el nombre de Heautontimorumenos. Es de esos nombres que, una vez memorizados, es difícil olvidar.)  Creo recordar que esta dieta memorística se combinaba con algunas lecturas "obligatorias" -la sola palabra ya echa para atrás- que sin duda querrían abarcar hitos importantes de la historia de la literatura, pero que eran francamente poco adecuadas para mentes juveniles. Por lo que me cuentan mis amigos profesores, en los años transcurridos desde entonces, el sistema ha mejorado algo, pero no lo suficiente.  
 
 
Los autores que llenaban los manuales eran (aún lo son, imagino) para los estudiantes no sólo lejanos en el tiempo y el espacio, sino casi extraterrestres. Nos miraban desde su pedestal, convertidos en seres de cartón piedra, carentes de todo atractivo y desde luego sin nada que nos incitase a sentir curiosidad por ellos. Topo precisamente ahora con un texto de Carmen Martín Gaite -contenido en su libro El cuento de nunca acabar- que lo explica perfectamente:
...al tiempo de instarle a escribir o antes, al niño le leen y seleccionan textos de escritores a quienes se encomia encarecidamente, en oposición a otros que se desaconsejan por frívolos o mediocres (...) Nos los presentan como artífices de un producto cultural cuyo ejemplo encoge y desalienta, no como seres de carne y hueso que tuvieron una infancia y un duro aprendizaje como el nuestro, no se nos cuenta si se desesperaban o no, de qué hablaban con sus hermanos y amigos, cómo era su colegio ni cómo hicieron para aprender a escribir de esa manera, ni porqué esa manera es buena y no son buenas otras (...) El texto literario se nos ofrece como un bloque distante y homogéneo, poco acorde con la levadura de ebulliciones que su lectura promueve. La calidad de un texto, como la de un relato oral, se mide por su capacidad de sugerencia, es decir, por el texto paralelo capaz de engendrar en el lector u oyente.
 Ojalá que en las aulas, hoy, sea posible conseguir que algún alumno se emocione con las hazañas de Aquiles o las gestas del Cid, o comprenda lo que es la belleza a través de un soneto de Garcilaso. Accediendo a ellos directamente, movido por la curiosidad y por las ganas de dejarse arrastrar a un mundo desconocido. Unos descubrimientos que, si los hace por su cuenta, le acompañarán para siempre. Como dice Martín Gaite, "descubrir por su cuenta y riesgo los vericuetos que le llevan de verdad a ese castillo de la letra impresa y encontrar él solo la clave de acceso a sus estancias".