John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

lunes, 27 de junio de 2016

ELOGIO DE LOS LIBROS MALOS

 
Tengo apuntada por ahí una frase que mis notas atribuyen a Augusto Monterroso, aunque luego me ha sido imposible verificar su procedencia; algunos autores reputados por sus agudezas, como sucede también con Oscar Wilde, tienen la virtud de cargar con frases que tal vez nunca escribieron ni pronunciaron. Aunque imagino que ellos se conformarían con que estuviesen a la altura de su ingenio. Sea o no suya, pues, la frase en cuestión dice: "Sin libros malos no es posible formarse un gusto lector". Cada vez que cae en mis manos un artículo que habla de la necesidad de fomentar la lectura en los jóvenes le doy la razón, porque las medidas que por regla general proponen me ponen los pelos de punta. Desde luego, las "lecturas obligatorias" del currículo escolar parecen en su mayor parte destinadas a hacer que los jóvenes se alejen a toda velocidad de cualquier cosa que huela a literatura. Si se trata de formar lectores, cuanta menos obligación y más libertad de elección se le ponga al proceso, mejor.
¿Cómo se forma un gusto lector? Pues, como ocurre también con la comida, con el arte, con el cine..., leyendo de todo y en abundancia. También -y esto es muy necesario- libros malos. Tal vez debería decir -por simplificar y para no entrar en la eterna e irresoluble cuestión de qué libros son malos y cuáles buenos-, "libros que el conjunto de la crítica considera malos" (otra cosa es que el gusto y los cánones vayan mutando, pero no nos detendremos en este asunto aquí). Porque uno aprende a discernir lecturas por comparación. El paladar del lector se educa igual que su referente físico: probando mucho, aquí y allí, cosas diferentes y rememorando después cuáles han dejado una sensación más placentera. Si uno nunca ha probado el jamón ibérico, cualquiera le parecerá bien; es jamón y eso es lo importante. Pero el día que pruebe un auténtico jamón de bellota, empezará a darse cuenta de que ahí hay algo que los jamones anteriores no le ofrecían. Lo mismo sucede con los libros. Para apreciar en verdad una gran obra literaria -o una obra excelente en cualquier género- es preciso haberse fogueado antes con obras mediocres e incluso francamente malas. Sólo así, por comparación, el lector se da cuenta de qué es lo que le ofrece este libro que los demás no le ofrecían.
 
 
 
 
Mi gran afición por la novela policiaca se fraguó -como la de tantos adolescentes, sospecho que muchos pasan por una fase Agatha Christie- con las novelas protagonizadas por Hércules Poirot y Miss Marple. De estas novelas me interesaba casi exclusivamente el mecanismo de la intriga (¿quién fue el asesino? ¿cómo lo hizo?) y, marginalmente, los retratos de los dos investigadores, cada cual con sus pequeñas excentricidades y manías (deliberadamente exageradas por la autora, pero esto no me parecía mal entonces). A esta dieta básica se le añadieron, por proximidad temática, innumerables novelitas de las que sólo conservo un vago recuerdo, entre ellas numerosas pertenecientes a la categoría que los americanos llaman "pulp", y que de hecho en su mayoría estaban pensadas para ser consumidas y rápidamente olvidadas. Pero cumplían bien con mi afán de encontrar misterio y aventura. Luego, este poso de lecturas de escaso relieve literario me sirvió de trampolín para adentrarme en aguas más profundas, gracias a la colección "El séptimo círculo" de Emecé (una colección dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares), donde descubrí que los asesinatos y sus investigadores podían tener más sabor y mayor hondura psicológica. Autores como Michael Innes, Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis) o Wilkie Collins; tramas brillantísimas, casos escalofriantes, personajes con un trasfondo psicológico inédito hasta entonces, de la mano de autores como Vera Caspary, James M. Cain o Patrick Quentin. De ahí resultaba muy fácil pasar a otras intrigas, donde tal vez no había sangre ni tiros, pero sí conflicto humano, la materia de que están hechas las grandes novelas.
No lamento ni uno de los malos libros que he leído, y los maestros y educadores deberían ser más tolerantes con ellos, porque son la materia a partir de la que se han creado muchos buenos lectores.

jueves, 16 de junio de 2016

LIBRERÍAS, MÁS QUE TIENDAS DE LIBROS

Ferretería Guinea, Vitoria.
 
Como el comercio en general, las librerías han experimentado un gran cambio en las últimas décadas. Recuerdo con algo de nostalgia aquellos abigarrados establecimientos de mi infancia, donde tanto vendían alpargatas como abono para los rosales, llenos hasta el techo de estanterías, armarios y pilas donde se ocultaban mil artículos insospechados. Las librerías de antes también eran así, grandes cuevas de Alibabá, donde escarbar en busca de tesoros (en Barcelona, cerró hace poco uno de los últimos ejemplos de este género, la librería Canuda, ahora sustituida por una tienda de la cadena Mango). Durante un tiempo, la "cadenización" también pareció adueñarse del comercio de libros, con Casas del Libro y Fnacs proliferando en toda nuestra geografía. Igual que ha ocurrido con las tiendas de ropa o zapatos, tanto da hoy que uno esté en Sevilla o en Vigo, el producto y la forma de presentarlo es el mismo en todos lados.
 
 
La desaparecida librería Canuda
 
En estas librerías "cadenizadas" no hay selección individual (la personalidad del librero no cuenta, son intercambiables), y el espacio de las mesas y estanterías se otorga siguiendo un estricto criterio comercial: se ve más el que más vende (o el que más ha pagado). A cambio, estas nuevas tiendas de libros son luminosas, amplias y presumen de tener libros de todos los temas y para todos los gustos. Como las mercerías, las ferreterías de barrio o aquellas tiendas que llevaban el curioso rótulo de "Novedades" (que parecían consistir fundamentalmente en camisones, bragas y calcetines), las pequeñas librerías se han ido rindiendo ante el empuje de las nuevas técnicas de marketing. Pero, paralelamente, ha aparecido otra tendencia en el mundo de la librería: librerías donde uno no sólo va a comprar libros, sino que puede también pasar el rato, quedar con amigos, sentarse en un cómodo sillón y hojear el libro que le apetezca (y encima el librero no te mira con mala cara). Algunas ofrecen tés o cafés, otras vinos, y las hay que cuentan con coquetonas terrazas donde dan menús al mediodía. Otras montan -aparte de las usuales presentaciones- clases o clubs de lectura. Aspiran a ser centros de intercambio cultural, no templos del comercio.
 
 
Librería Tipos infames, Madrid.
 
Podríamos decir que las viejas librerías se han reinventado. Mejor dicho, han  vuelto a los orígenes. Porque, si rebuscamos en el pasado, veremos que desde antiguo las librerías cumplían un papel que iba mucho más allá de la venta de libros. Así, por ejemplo, hacia 1790 el bibliófilo y erudito Isaac D' Israeli (padre del político y Primer Ministro británico Benjamin Disraeli) decía:
 
"...cuando los clubs literarios no existían, y cuando incluso los de cariz poítico eran muy limitados y exclusivos en su naturaleza, las tiendas de los libreros [en Piccadilly] eran centros de reunión social. La de Debrett era el local social principal de los Whigs, mientras que Hatchard lo era de los Tories."*
Joseph Johnson (otro librero de la época) solía ofrecer cenas tempranas a un grupo de amigos, entre los que se contaban William Godwin, Mary Wollstonecraft, Thomas Paine y el artista Henry Fuseli, mientras que la tienda de Debrett era donde se dejaban ver durante el día las personas a la moda. Thomas Payne, que regentó una librería cerca de Leicester Fields, describía su establecimiento como "Café Literario y Librería combinados", una tradición que continuó su asistente John Hatchard cuando se estableció por su cuenta en Piccadilly, con una mesa llena de periódicos junto al fuego (donde a menudo los lectores acababan echando una siestecita), y un banco junto a la puerta de la calle para los cocheros.
 
 
La primera librería de Hatchard abrió en 1797 en Piccadilly.
 
Los libreros de hoy, pues, que han redescubierto la librería como lugar de socialización, no hacen más que recuperar una vieja tradición. Y los lectores les estamos muy agradecidos por ello.
 
*Cita procedente del libro de Margaret Willes Reading Matters.

martes, 7 de junio de 2016

LOS MISTERIOSOS ITINERARIOS DE LOS LIBROS

 
Itinerario: "Plan de un viaje, recorrido, ruta, trayecto". Hablábamos en el post anterior de los itinerarios de lecturas. Pero hay otro aspecto a considerar aquí, que señala con acierto Christian Vázquez en la revista Letras libres: el itinerario que recorren los propios libros. Seguir la pista a ese libro que cogemos prestado en la biblioteca, que encontramos en una librería de viejo o en la estantería de algún conocido, puede ser fascinante. ¿Por qué manos habrá pasado? (Debo lamentar aquí que algunos ejemplares de las bibliotecas se diría que han pasado por demasiadas manos, y no muy aseadas, a juzgar por su maltrecho aspecto.) ¿Quiénes eran esos lectores que nos han precedido? Y, sobre todo, ¿cuál habrá sido su reacción ante el libro? ¿Les habrá gustado tanto como a nosotros? Vázquez cita una anécdota, no se sabe si cierta o "ben trovata" a propósito de esto:  
Alguien encuentra un pelo entre las páginas de un libro que ha tomado de una biblioteca pública en una ciudad de 200 mil habitantes. “Un libro maravilloso”, dice. Al buscar las fechas de los préstamos anteriores, descubre que solo salió de la biblioteca dos veces: la primera, quince años atrás; la segunda, ahora. “Pediré que cotejen su ADN y buscaré y abrazaré a esa persona y la invitaré también a una cena”, anuncia este lector.
Porque, como el entusiasta lector que menciona, es inevitable que surja un sentimiento de fraternidad para con alguien que ha valorado un libro en la misma medida que tú. Compartir gustos lectores puede ser una marca distintiva que une a amplios grupos de personas -los fans de Murakami, los que veneran a Gaddis...-, pero el sentimiento resulta aún más intenso, más cercano, si estamos hablando del mismo ejemplar. Si, físicamente -esto no vale para el libro electrónico, desde luego- sabemos que ese otro lector volvió las mismas páginas y tal vez se detuvo en los mismo pasajes que nos han deleitado. De ese fetichismo nace el valor que se les otorga entre los bibliófilos a los ejemplares que proceden de bibliotecas ilustres. Andrew Lang, un ilustre bibliófilo escocés del XIX, lo formula así: 
Si queremos comprender al coleccionista de libros, no debemos olvidar nunca que para él los libros son, ante todo, RELIQUIAS. Le complace pensar que los grandes escritores a los que admira manejaron exactamente esas páginas y vieron la misma disposición tipográfica que él tiene ahora ante sus ojos.
Lo que conecta con la idea que apunta Vázquez de que, al leer, algo de la persona queda en el libro. Puede parecer mágico, pero tiene una base real, por supuesto: como sabe cualquier espectador de alguno de los muchos CSI que circulan por ahí, seguro que hemos dejado en él algunas células, la huella de nuestros dedos, por no hablar de trazas de grasa o esa traicionera manchita de café...
 
 
 
 
Trazar el itinerario de un libro procedente de una biblioteca es sencillo: basta con recurrir a la ficha, que nos dirá cuándo y cuántas veces ha sido prestado. Claro que eso no es suficiente, sabremos de sus idas y venidas, pero no de quiénes han sido sus lectores y mucho menos la opinión que les ha merecido. El Bookcrossing es otra forma de reproducir el itinerario del libro, aunque también con sus limitaciones. O tal vez es que no necesitamos tantos detalles, porque el misterio es mucho más productivo. Así, la dedicatoria "A Adelita, con amor" que adorna ese ejemplar de Rebecca encontrado en un mercadillo  nos induce a imaginar un amor turbulento que acabó mal (¿tendría el autor de la dedicatoria algo del Sr. de Winter? esperamos que no), mientras que nos parece sentir aroma de heno y lluvia en ese libro comprado por internet que lleva el sello de una biblioteca asturiana. Itinerarios reales, itinerarios imaginarios, forman parte del atractivo de los libros con historia. Porque los libros son más que el contenido de sus páginas, mucho más.