John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 26 de febrero de 2016

LA PRIMERA VEZ QUE PISÉ UNA BIBLIOTECA

 
 
Leo por ahí que las bibliotecas públicas son uno de los servicios más valorados por los ciudadanos y que se calcula que el 47% de la población española es socia de alguna de ellas. Aunque no todos ellos las frecuenten -y muchos las usen para cosas distintas del préstamo de libros-, son unas cifras que inducen a un cierto optimismo. Podría decirse que -al menos en las ciudades grandes y medianas- entrar en una biblioteca se ha convertido en algo cotidiano. Padres con niños, señoras que vienen o van del mercado con su carrito a cuestas, estudiantes con mochilas, jubilados que pasan las mañanas allí y aprovechan para leer la prensa... difícil hacer un retrato-robot del usuario de bibliotecas, tan variada es su clientela. Ir a la biblioteca es algo tan normal como ir al parque. No siempre ha sido así. En mi infancia, las bibliotecas públicas apenas existían. Y las pocas que había, no eran precisamente lugares donde un niño (ni tampoco un adolescente) se sintiese bienvenido. Mi primera experiencia bibliotecaria se remonta a un verano. Un verano inusualmente lluvioso en que supongo que conseguimos acabar con todas las existencias de lectura y andábamos desesperados  saqueando la papelería local (cuyas existencias eran bastante poco estimulantes: una vez leídos todos los tebeos, no quedaba gran cosa más) cuando alguien nos habló de la biblioteca de La Caixa; como su nombre indica, ocupaba el mismo local de la oficina de esta entidad, un edificio solemne y lleno de rejas, aunque tenía otra entrada, y consistía en un sótano bastante lúgubre, equipado con un fondo más bien magro.
 
Biblioteca popular en l'Hospitalet, años sesenta.
La que recuerdo era muy parecida
 
Pero estas carencias las vi andando el tiempo: de entrada me maravilló el que uno pudiese elegir los libros que quisiese y permanecer allí durante horas devorándolos, mientras afuera diluviaba. Pero lo que me dejó muda de asombro es que por todo ello no había que pagar nada. ¡Inaudito! Creo recordar que no se podían coger libros en préstamo; o tal vez no nos los daban a nosotros, que éramos forasteros de paso; o tal vez sí los daban y nunca nos atrevimos a pedirlo... En cualquier caso, y a pesar de que el local no era precisamente acogedor, sé que ese verano pasamos muchas tardes allí. En aquellas épocas pre-internet, imagino que los escolares la frecuentarían durante el curso, para consultar enciclopedias y demás, pero puesto que estábamos en vacaciones raras veces entraba alguien, de modo que la sensación era de tenerla toda para nosotros.
 
 
 
 
Desde entonces acá, las cosas han mejorado lo indecible. He frecuentado muchas otras bibliotecas, mayores, más luminosas y más confortables, algunas incluso bellísimas, pero creo que no me he curado aún del asombro que me produjo la primera. Es más, cada vez que descubro algún nuevo servicio de estas utilísimas instituciones, desde el préstamo de libros electrónicos a la posibilidad de conectarse a repositorios de música como el de Naxos, mi reacción es muy parecida: ¿todo esto a mi alcance, a cambio de nada?
 
No creo demasiado -ya lo he dicho alguna vez- en las campañas de promoción de la lectura que se limitan a decirle a la gente que lea de forma más o menos ingeniosa. Pienso, en cambio, que tendría mucho mayor efecto una campaña que simplemente le dijera a la gente todo lo que puede hacer en una biblioteca, animándola así a pisarlas. Estoy segura de que, una vez se entra en una, es difícil resistirse a la llamada de alguno de sus muchos atractivos. Amor bibliotecario para siempre.
 
 

viernes, 19 de febrero de 2016

PARECEN LIBROS, PERO NO LO SON

 
 
Todos conocemos, hemos visto o hemos oído hablar de esas personas que llenan sus estanterías de "falsos libros", bonitos lomos que camuflan la más absoluta nada (y no lo digo en sentido metafórico, que también). Eso es porque el libro sigue teniendo un prestigio -los falsos libros parecen cosa de otra época, pero es muy revelador que siga habiendo negocios que viven de ellos- y le concede a su poseedor (o falso poseedor, en este caso) un sello de distinción. Si en una biblioteca el falso libro es una superchería hasta cierto punto comprensible, no resulta tan lógico que existan tal infinidad de objetos que simulan ser libro, pero no lo son. Lo que nos queda más cerca son las fundas que revisten al libro digital de apariencia libresca; el advenedizo se disfraza para pasar desapercibido, igual que las primeras televisiones solían ocultarse bajo la apariencia de muebles.
 
Esto que aquí ven no son libros, sino fundas de lectores de Kobo
convenientemente disfrazadas
 
Pero este afán "librotransformador" no viene de ahora, ni se limita al libro digital. Todo tipo de artilugios, incluso los más impensables, se han visto transformados en libros. ¿Para ennoblecerse? ¿Para satisfacer el capricho de algún bibliófilo que deseaba verse rodeado de libros en todas las ocasiones? Para mí es un enigma. Ya saben que hay coleccionistas para todo; también para estos falsos libros. Recientemente, hubo en el Grolier Club de Nueva York -una antigua y respetada sociedad para bibliófilos, con una de esas bibliotecas que le hacen babear a uno- una exposición de lo que dieron en denominar "blooks", combinación de las palabras "book" y "look": objetos con apariencia de libro. Se podían así admirar hasta 130 falsos libros, organizados en nada menos que 14 temas: religiosos (un molde para repostería en forma de Biblia, de la década de 1820) o un altar portátil, que se remonta también al siglo XIX;


Cerrado parece un libro...

...abierto es un altar portátil

domésticos (despertadores o lámparas-libros, encendedores);






anuncios (por qué alguien querría darle a un anuncio de macarrones forma de libro queda más allá de mi comprensión);





o accesorios como bolsos, joyas o útiles de maquillaje, todos debidamente camuflados bajo una apariencia libresca.





Al parecer, esto es sólo una muestra de la colección, mucho más amplia, que posee Mindell Dubansky, que llega a los 600 objetos en forma de libro. ¿Sorprendente? Sin duda. El fascinante mundo del libro no conoce fronteras. Salvo, tal vez, las del ridículo, y no siempre, como demuestran algunos de los artefactos que hemos podido observar.

viernes, 12 de febrero de 2016

FICCIÓN PARA TODAS LAS PROFESIONES

Franz Dvorak, Lectora pensativa
 
El descrédito de la ficción viene de lejos, de muy lejos. Que las aventuras narradas en los libros de caballerías podían ser dañinas para el cerebro lo sabía ya bien Alonso Quijano, mientras que innumerables e ilustres clérigos se encargaron durante siglos de pregonar que la ficción era del todo perjudicial para las mujeres, que mejor harían en limitar sus lecturas -suponiendo que el cuidado de los hijos y la casa les dejase algo de tiempo libre- a libros piadosos. Ciertamente, el esplendor de la novela del XIX contribuyó a rescatar este género de las catacumbas y a darle una pátina de respetabilidad. Sin embargo aún hoy leer novela, en especial en ciertos círculos y en determinadas profesiones, lleva consigo un aura de frivolidad. ¿Leer a Philip Roth en vez de las actas del más reciente congreso de histopatólogos, el último número de Economist & Jurist o la información de Bolsa? Hay a quienes les suena a pérdida de tiempo. Así, muchos profesionales de las ciencias, la medicina, la economía o el derecho, afirman sin ningún rubor que ellos leen, sí, pero sólo publicaciones relacionadas con su campo de actividad, o como mucho algún ensayo de temas también afines.
Sin embargo, harían bien en dedicar más atención a las novelas. No lo digo yo, lo dice lord Denning, Master of the Rolls, es decir, presidente del tribunal de apelaciones británico. Procede la referencia de un libro ameno e interesante por muchos otros motivos, Mi Londres, de Simonetta Agnello Hornby, de obligada lectura para londonófilos. (Para quien quiera saber más sobre él, dejo aquí una reseña.) Esta escritora y novelista, de origen siciliano, pero trasplantada a la capital británica desde 1963, ha ejercido allí la abogacía durante muchos años, profesión que ha sabido combinar con una enorme curiosidad por la historia, la literatura, la ciudad, las caminatas, y muchas cosas más. Cuenta ella que su único encuentro con este personaje fue con ocasión del solemne acto de entrega del diploma que le permitiría ejercer la abogacía.
 
 
 
 
Al dirigirse a los flamantes abogados, lord Denning no les exhortó a ser honrados, a estudiar las leyes o a hacer todo cuanto fuese posible por sus clientes. Esto, les dijo, ya lo sabían. En cambio, les dio otro importante consejo:
 
"Lo que sí os digo es que un buen solicitor nunca debe olvidar la realidad y debe observar el mundo. Y además tiene que leer. En particular, novelas. Un buen abogado siempre debe tener un libro en la mesilla de noche, porque el mundo de la ficción se parece más a la realidad de lo que creéis. Las novelas abren la mente y facilitan la comprensión de las historias rocambolescas que os contarán vuestros clientes. El abogado al que no le gusta la literatura se vuelve estéril y nunca será bueno. Yo soy viejo: la experiencia me ha enseñado que cuando en mi sala un abogado no está a la altura de su trabajo, probablemente es que no le gusta leer. [...] Así que leed, y no os sintáis culpables: la literatura os hará mejores abogados."
Una reflexión que no sólo se aplica al derecho. Cualquier otro ejercicio profesional se beneficia de leer ficción, pues las novelas aportan nuevas y distintas visiones del mundo, permiten explorar la condición humana -y todos trabajamos con otros seres humanos- y comprender, desde dentro (porque los novelistas logran que nos convirtamos en otros por unas horas), qué es lo que motiva a nuestros congéneres. Simonetta Agnello Hornby dice que le debe al consejo de lord Denning su carrera de novelista. Pero no hace falta querer ser novelista para apreciar su sabiduría. Matemáticos, físicos, médicos, informáticos, ingenieros, arquitectos, economistas... creánme, leer novelas les hará ser mejores en su profesión. Deberían probarlo.