John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 23 de septiembre de 2014

LEER MEJOR

 
(Esta bonita foto procede del blog Librérate.)
 
Si usted está leyendo estas líneas, es indudable que sabe leer. Es casi seguro, también, que aparte de juntar las letras, será capaz de comprender su contenido. Al fin y al cabo, es lo que enseñan en las escuelas. La mayoría de los niños, una vez acabada la enseñanza obligatoria, son capaces de hacer un resumen de lo leído. Aunque eso evidencia que han podido seguir el hilo de la historia, o de la argumentación, que desarrolla el texto, no que hayan captado la intención del autor ni otros muchos aspectos. Mas adelante, si siguen estudiando, algunos acceden a lo que se llama "comentario de textos", supuestamente una vía privilegiada para ahondar en el texto, determinando su estructura, analizando su forma y en general llevando a cabo una serie de operaciones que permiten "dar cuenta, a la vez, de lo que un autor dice y de cómo lo dice" (en palabras de un popular manual de Lázaro Carreter y E. Correa).  Suele ser, me temo, una asignatura en la que los estudiantes se aplican en desmembrar un poema o texto determinado, pero no aprenden a utilizar ninguna de esas herramientas en su vida lectora fuera de las aulas. Pues la evidencia demuestra que muchas personas que han recibido una educación no han aprendido, en cambio, a leer en el verdadero sentido de la palabra. O sea, saben leer, pero no leer "mejor".
Esto explica -creo yo- el éxito de determinadas obras de ventas millonarias, cuyo contenido sin embargo decepciona a más de un (mejor) lector.  "¿Cómo es posible que esta birria guste a tanta gente?" se preguntan entonces. La respuesta es que la gran masa lectora lee sin más. Es decir, no sabe leer mejor. Dice C.S. Lewis, en uno de los ensayos contenidos en el libro La experiencia de leer, que
 
"Así como el oyente que no sabe escuchar música sólo se interesa por la melodía, el lector sin sensibilidad literaria sólo se interesa por los hechos. El primero descarta casi todos los sonidos que la orquesta produce realmente: lo único que quiere es tararear la melodía. El segundo descarta casi todo lo que hacen las palabras que tiene ante sus ojos: lo único que quiere es saber qué sucedió después."



No es que a la gente le gusten los libros malos (como he oído decir a más de uno), sino que no saben leer de otra manera. Los lectores que no son capaces de concebir, imaginar y sentir lo que el autor sugiere se pierden una gran parte de lo que la buena literatura contiene. Siguiendo con Lewis, "La mayoría de cosas que proporciona la buena literatura -y que la mala no proporciona- son cosas que el lector no desea y con las que no sabe qué hacer". Lo que el lector que no sabe leer busca es ante todo el reconocimiento inmediato, enterarse cuanto antes de cuáles son los hechos o las emociones que el autor le desea transmitir.
 
"Que quede claro que el lector sin sensibilidad literaria no lee mal porque disfrute de esta manera con los relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo así. Lo que le impide alcanzar una experiencia literaria plena no es lo que tiene, sino lo que le falta."
 
El mejor lector es capaz de ir más allá, de recibir todo lo que el autor le ofrece -cada palabra pesa- y sólo entonces pasarlo por el tamiz de su propia sensibilidad y su experiencia. El lector común se deja entretener por la lectura; el lector mejor es transformado por ella.
"Cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo (...) Veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve." 

 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

PÚRPURA IMPERIAL

 
La pasión por la lectura y una notable afición por la historia dan como resultado que me haya sentido atraída desde bastante pronto por las lecturas históricas, entre ellas por supuesto las del género conocido como "novela histórica" (por más que en ese saco caben últimamente obras que tienen poco tanto de los primero como de lo segundo). En su momento -hace mucho de eso- devoré con emoción varias entregas de las aventuras de La pimpinela escarlata, así como las correspondientes obras de Dumas o Miguel Strogoff. Más adelante, avatares de mi vida profesional me llevaron a tener que leer -no siempre, hay que confesarlo, con el mismo agrado que en mis incursiones juveniles en el género- mucha novela histórica. Por supuesto, con algunas disfruté enormemente. Robert Graves, Marguerite Yourcenar o Mary Renault (una verdadera lástima que su insuperable trilogía sobre Alejandro Magno esté tan mal traducida al español) me introdujeron con todos los honores en la recreación del mundo clásico. También pude darme cuenta de que demasiados autores se limitaban a parafrasear, con mayor o menor acierto, a los historiadores romanos. Si Suetonio o Plutarco levantasen la cabeza, se harían cruces de lo muy rapiñadas que han sido sus obras.
 
 
Al final, tantas lecturas sobre temas parecidos desembocan en una especie de empacho. Y ya se sabe que el mejor remedio para eso es el ayuno. En los últimos tiempos, pues, sólo muy de vez en cuando he tomado una de esas novelas para leer por placer, fuera del ámbito profesional. Creía sinceramente que ya conocía todos los trucos del oficio. Así que, cuando cayó en mis manos el Augustus (El hijo de César, en la versión española) de John Williams -el autor de la excelente Stoner- dude durante un tiempo antes de ponerme a ello. Me imaginaba otro calco de las Vidas de los Césares y, en cualquier caso, tengo un conocimiento suficientemente amplio de esa etapa de la historia romana como para necesitar que me la refrescasen. Pero el verano es largo y Augustus viajaba conmigo, de modo que acabó cayendo. Ha sido, de largo, la mejor lectura que he hecho estos meses. Williams maneja en esta obra un tema muy distinto del de Stoner -nada que ver la historia de un oscuro profesor de universidad americano con la trepidante vida de uno de los dueños del mundo antiguo-, pero demuestra ser tan hábil examinando el alma humana en uno como en otro caso. La historia de Octavio Augusto no nos la cuenta él -no estamos ante unas falsas memorias como las de Yo, Claudio-, ni tampoco un narrador omnisciente, sino que está hecha de retazos de cartas, de diarios, de edictos... todo tipo de documentos escritos (aparentemente) tanto por sus amigos como por sus enemigos, que dan como resultado un retrato lleno de matices que nos explica de modo totalmente plausible cómo un joven patricio de diecinueve años llega a convertirse en emperador de una potencia mundial. Lo más novedoso, lo que más se agradece, es que el centro de interés de la novela no está en los grandes hechos, en las batallas ganadas o en las rencillas políticas -aunque sea inevitable hablar de todo ello- sino en los tipos humanos que la habitan. Se sale de su lectura con la impresión de haberse codeado con todos esos personajes togados y de comprender qué era lo que motivaba sus acciones.
 
 
  
En resumen, diría que El hijo de César es esa cosa tan rara: una novela histórica para gente que no lee novela histórica. Que, por cierto, fue galardonada con el National Book Award el año de su publicación, un premio que han obtenido autores como Philip Roth, Saul Bellow o Thornton Wilder, entre otros. Calidad de la buena.

viernes, 5 de septiembre de 2014

CON LA HISTORIA EN LOS TALONES

Moltkebrücke en Berlín (Foto Erich Hermes, Deutsch Evern)

Aunque cualquier lugar que haya sido habitado por el hombre tiene sin duda una historia detrás, hay países, regiones, ciudades donde la huella de la historia se percibe con mayor claridad. En pocos lugares lo percibo mejor que en Alemania. La Alemania de hoy -próspera, ordenada, floreciente- puede engañar a simple vista, pero a nada que se levante un poco la alfombra emergen las sombras del pasado. Me refiero ante todo a la historia más inmediata, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Aunque a veces la catástrofe más reciente haga olvidar a otras más antiguas: durante la Guerra de los Treinta Años, el territorio que hoy constituye Alemania quedó absolutamente devastado. No sólo se produjo una destrucción total de las poblaciones (el ejército sueco solito arrasó 1.500 pueblos y 18.000 villas), sino que el hambre, la guerra y las enfermedades acabaron con buena parte de la población, que se estima que en 1620 era de 16 millones y para el final de la guerra sólo de 10.
O sea, encontrar restos auténticamente medievales en Alemania es poco menos que milagroso: los pocos que no habían sucumbido antes, quedaron sin duda aplastados bajo las bombas aliadas. 
Sea como fuere, nada ayuda más a percibir ese pulso oculto de la Historia que acompañar las visitas turísticas de determinadas lecturas. Por ejemplo, recuerdo mi última estancia en Berlín -hace ya algunos años-, que compaginé con la lectura del excelente Berlín: la caída de Antony Beevor. Imposible evitar un escalofrío cuando, al cruzar alguno de los numerosos puentes de la ciudad, comprobaba una y otra vez que todos fueron destruidos durante la guerra (los alemanes, pueblo minucioso, amablemente ofrecen la fecha de la destrucción y la de su reconstrucción, a menudo años más tarde, en cada puente). ¿Cómo se vive en una ciudad machacada por las bombas, en la que poco a poco se interrumpe el suministro de agua, el de electricidad, en la que no hay comida ni modo de desplazarse para buscarla... ? Para amantes de las emociones fuertes sobre este tema, existe otro libro muy recomendable, Europa en ruinas, una recopilación de testimonios presenciales de los años 1945-48
Así que esos pueblecitos tan preciosos son sólo una cara de la historia. La más halagüeña. O, a veces, impostada. Hannover, por ejemplo, tiene un bonito centro "histórico", con un par de calles flanqueadas por casas aparentemente antiguas. Que sí, son antiguas, pero no son de Hannover.


 Lo cierto es que el núcleo de la ciudad sufrió una destrucción prácticamente total durante la guerra, de modo que para la reconstrucción tuvieron que recurrir a traer las fachadas de casas de poblaciones cercanas que habían sobrevivido mejor al desastre. Sobre esos bombardeos , su desarrollo, sus consecuencias y, en último extremo, su necesidad (¿de verdad hacía falta tanta destrucción de bienes y vidas?), conviene leer El incendio, Alemania bajo el bombardeo 1940-45, de Jörg Friedrich. Un libro que causó verdadera conmoción en Alemania en el momento de su publicación. Con motivo. 
O, menos documentado, pero más literario, Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald

A veces, estos oscuros rastros de la Historia pueden incluso arruinarte la experiencia. Citaré al respecto una anécdota personal. Hace un tiempo pasé unos días en un idílico hotelito campestre cercano a la costa báltica de Polonia.  Es ese territorio que anteriormente formó parte de Alemania, y de donde procede de hecho el núcleo duro de la aristocracia prusiana, los Junkers. El hotel en cuestión era la casa señorial de uno de estos señores, remodelada.


Como pueden ver, un lugar hermoso. Era un placer desayunar en la terraza que daba a la parte de atrás, con vistas al pequeño lago donde nadaban unos cuantos cisnes y pasear por los bosques que circundaban la finca. 


Hasta que en uno de esos paseos di con las tumbas. Eran tres lápidas. Todas de mujeres, todas muertas el mismo día de 1944. Una mayor -la madre o la suegra-, dos jóvenes. No resultaba difícil imaginar la secuencia de los hechos: el avance inexorable del Ejército Rojo, precedido por las historias (ciertas) de violaciones y crueldad; el terror de las tres mujeres que permanecían en la casa señorial, quién sabe si ya viudas de un oficial, o sin noticias de sus hombres en algún lejano frente. Según el personal que cuidaba del hotel -que por supuesto no tenían nada que ver con la aristocrática familia original-, las tres se suicidaron, espantadas ante lo que les esperaba. Quiero creer que fue así, porque en efecto parece una muerte más clemente que la alternativa. Pero a partir de entonces el recuerdo de esas muertes y de esos momentos de terror que habían tenido lugar entre las mismas paredes que habitábamos con tanta despreocupación me arruinaron las vacaciones.