John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

sábado, 31 de mayo de 2014

QUÉ BONITO ES LEER

 
Las gentes que andamos desde siempre en el mundo de los libros estamos ya acostumbrados a lidiar una y otra vez con las mismas preguntas y a responderlas ya sea con cualquier evasiva, ya sea con algún sarcasmo, según nos dé. "Habrás leído muchos libros, ¿no?", cuando les dices a qué te dedicas; respuesta: desde un escueto "Pues sí" a un demoledor "En realidad, no me gusta leer" si te pillan en un día malo. "¿Y todos estos libros los has leído?", pregunta típica del que accede a tu biblioteca; respuesta: desde un "Por supuesto" si quieres dejar a tu interlocutor alelado (un poco incrédulo también, pero la mayoría no se atreve a exteriorizarlo) hasta un "La mayoría los guardo para cuando me jubile" que debería hacerles sospechar aún más, pero que suelen tragarse sin rechistar. Y, como estas, todo un catálogo de frases que ya podemos prever desde el minuto cero. Es más, si no fuésemos por naturaleza gentes librescas, es decir, más interesadas por lo que ocurre dentro de los libros que por impresionar a los que están fuera de ellos, tendríamos ya un vademécum que nos facilitaría la vida en ocasiones así.
A veces, sin embargo, nos topamos con una expresión nueva, un comentario tan absurdo como los anteriores, pero que nos sorprende porque ilumina un aspecto en el que no habíamos caído. Me ocurrió hace poco con un "Qué bonito es leer, ¿verdad?", que me dejó absolutamente alelada. Por supuesto, no supe qué contestar (creo que en mi estupefacción dije algo así como "Claro", pero pienso que lo más probable es que boqueara como un pez, nada más). Luego, naturalmente, empecé a reflexionar sobre lo que había oído. ¿Bonito? Jamás calificaría así el acto de leer. Leer es para mí, sobre todo, una necesidad vital, ya lo he dicho en alguna otra ocasión. Algo que uno hace porque no puede dejar de hacerlo; si caes al agua y no nadas, te hundes. No nadas porque sea bonito (aunque en algunas circunstancias pueda resultar de lo más placentero), sino por instinto de supervivencia. Para nosotros los bibliópatas -tomo prestada esta feliz expresión de un blog amigo- es inconcebible pasar un día sin leer. Si por algún motivo no hay un libro a mano (y, creánme, hay momentos en que poco importa que sea bueno o malo), leemos los prospectos de los medicamentos o los textos de las cajas de cereales que toman nuestros hijos.
 
  
Leer no es bonito. Puede ser una experiencia maravillosa, puede ser un tostón, puede ser angustioso, puede ser emocionante, puede ser indiferente, puede ser arduo (como cuando intentas abrirte paso en un texto escrito en un idioma que no dominas). Pero no bonito.
Leo también en una entrevista al psicobiólogo Ignacio Morgado que "La lectura es la potenciadora de capacidades mentales con un mejor equilibrio coste/beneficio. Leer supone poner en juego un número importante de procesos mentales: percepción, memoria y razonamiento". No me cabe duda de que debe de ser así. Pero que no me vengan ahora con que hay que leer porque es saludable. O porque previene la degeneración mental en la vejez, un componente más de la dieta perfecta. Leemos porque de otra manera no seríamos nosotros.
Es parte de nuestra identidad. Yo, lector. 
 

viernes, 23 de mayo de 2014

LIBROS EN MI MESILLA


Leer-dormir. Para mí, un binomio inseparable. No recuerdo si viene de que me leían cuentos en voz alta cuando era pequeña, probablemente sí (y sé que lo he hecho con mis hijos, infatigablemente), pero seguro que es un hábito muy arraigado, desde tiempos remotos. Salvo rarísimas excepciones, necesito leer antes de dormir, preludio casi ineludible del sueño. Aunque sean pocas páginas, aunque se me cierren los ojos y sepa que el sueño me ha vencido de antemano: apagar la luz sin haber recibido mi dosis de lectura es como pervertir el ritual que acompaña la inmersión en el país de la noche.
Como todos los lectores nocturnos, procuro tener a mano suficiente material. Nunca se sabe si la lectura dará para poco o para mucho y nadie quiere levantarse de la cama porque se ha quedado sin combustible. De resultas de ello, mi mesilla de noche ostenta siempre una pila de libros apreciable.
Recientemente, César Mallorquí, en la entrada que aportó a este blog para la serie "Mi biblioteca" tuvo la ocurrencia de mostrarnos su mesilla. Espectacular.


Eso me ha llevado a mí a cuestionarme mi propia pila (muy modesta en comparación): ¿qué hay realmente en ella? Porque lo cierto es que, mientras los dos libros que ocupan la cima cambian con bastante frecuencia, a medida que uno va bajando se pierde el rastro de qué y por qué razón se encuentra allí. De forma que, armándome de valor -en realidad, empezaba a considerar la pila como algo geológico, inamovible-  he emprendido una laboriosa tarea arqueológica. Estrato por estrato, la he ido desmontando, con algún descubrimiento inesperado.



Como era de esperar, hay variedad, nunca se sabe qué puede apetecer a la hora de acostarse. Suelo tener a mano alguna recopilación de textos breves, de esos que tienen la medida justa para acabarlos antes de caer rendida. De modo que no es extraño encontrar en lugar preferente un libro como La herencia viva de los clásicos, de Mary Beard. Pero, a partir de ahí, todo se vuelve más oscuro, más misterioso. Véase:

-algún libro que se quedó ahí porque no he tenido el estómago de terminarlo: el buenísimo, pero terrible Meridiano de sangre de Cormac McCarthy. Me he prometido a mí misma que algún día me atreveré a retomarlo. Pero no hoy.



-otro que se quedó en la pila por ser demasiado malo. Un policiaco (no diré el nombre: para gustos, los colores) que empecé y me pareció una bazofia. Creo que se quedó en la pila no porque pensase recuperarlo, sino porque no tuve los reflejos necesarios para tirarlo a la basura.

-un libro que me pasaron (cosas profesionales) pero que al poco decidí que no valía la pena. Otro caso de libro que permanece en la pila porque no acabo de decidir qué hacer con él.

-la estupenda -y ya leída y disfrutada- antología de textos de Patrick Leigh Fermor a cargo de Artemis Cooper, Words of Mercury. No sé si está ahí porque estoy segura de que me apetecerá releer alguna de las piezas, o porque dudaba de en qué sección de mi biblioteca guardar un libro tan ecléctico (¿literatura de viajes? ¿autobiografía? ¿ficción?).

-amén de algún otro texto inclasificable, la sorpresa: una bonita caja forrada de hilo rojo, que yo creí recordar que correspondía a un libro más o menos de bibliófilo, un regalo que me prometí estudiar con atención una de esas noches (pero de esto debe hacer bastante tiempo...) resulta contener, al ser por fin inspeccionada ¡un elegante foulard! ¿Cómo ha ido a para aquí? y, sobre todo ¿dónde estará pues el libro con el que yo lo confundía?

Empiezo a sentirme como un arqueólogo enfrentado a los enigmas del Linear B. Decididamente, la pila de la mesilla tiene vida propia. Quizás creerán que, después de esta inspección a fondo, decido deshacerla. Pues no. Como un buen arqueólogo, una vez documentados los hallazgos, dejo todo donde estaba. Dejemos que el propio ecosistema, al albur de lo que dicten los arrebatos nocturnos, sea el que determine qué se queda y qué desaparece.




sábado, 17 de mayo de 2014

LIBROS TRAMPANTOJO

William M. Harnett, "Job lot cheap", 1878
 
"Trampantojo: Pintura que, mediante los artificios de la perspectiva, crea la ilusión de objetos reales en relieve." Conocido también por el término francés trompe l'oeil, el trampantojo se viene empleando en pintura desde tiempos renacentistas -de hecho, los romanos ya lo habían descubierto, pero la Edad Media lo echó en el olvido- para crear la ilusión de una tercera dimensión que en realidad no existe. Se ha empleado en temas muy diversos, pero una variante que siempre me ha gustado es la del "cuadro dentro del cuadro", como este de Bernardo Lorente:



O este de Cornelis Gysbrechts, que lleva la sutileza a fingir no un cuadro, sino el reverso de un cuadro.



Precisamente las naturalezas muertas se prestan en especial al cultivo del trampantojo. Y aquí es donde entra otra gloriosa variante del género, los trampantojos librescos. Uno de sus cultivadores más conocidos es el americano William Harnett (1848-1892). Sus recreaciones de libros y otros objetos que parecen dejados al azar sobre una mesa son magistrales.




Ese fondo negro ayuda por un lado a realzar los objetos y, por otro, a acentuar la sensación de profundidad. Harnett consiguió fama y notoriedad, tanto en su país como en Europa (vivió muchos años en Múnich). Sin embargo, John Frederick Peto (1854-1907), compatriota suyo, que cultivaba unos temas muy parecidos, fue ignorado en vida. Se ganaba la vida regentando una pensión en un pueblo costero de New Jersey y los únicos cuadros que vendió fue a algún turista que caía por allí. La recuperación del interés por el trampantojo -que durante mucho tiempo fue considerado por los críticos como algo menor, simples divertimentos- ha contribuido a rescatar su obra del olvido. Tanto Peto como Harnett solían pintar los objetos a su verdadero tamaño, y evitaban que quedasen cortado por el borde de la tela, para incrementar la sensación de realidad.
 

Como se puede observar, el estilo de Peto es menos detallista, más abstracto, y sus colores menos vivos que los de Harnett. Quizá por eso mismo resulta más moderno.




 En ambos casos, lo que para mi gusto hace que estos falsos libros resulten tan próximos, tan sumamente apetecibles, es el hecho de que casi siempre hay alguno abierto, como si un lector cualquiera lo hubiese dejado apresurado, reclamado tal vez por otros menesteres, pero seguro de retomar la lectura en cuanto tan molestas obligaciones se lo permitan. Contemplándolos, al tiempo que admiro la fidelidad con que los recrean, quisiera ser yo ese lector momentáneamente infiel que, alargando la mano, toma el volumen para reanudar su lectura.
 
 

martes, 13 de mayo de 2014

MI BIBLIOTECA (2.6): EL BIBLIÓMANO BIPOLAR

Nuestro invitado de hoy, César Mallorquí, propietario del blog La fraternidad de Babel, no sólo acumula libros ( y se desespera pensando qué hacer con ellos). Es también un escritor de prestigio, cuyas obras han cosechado numerosos premios (el más reciente, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2013 por su novela La isla de Bowen).

La librería del salón (o, más bien, una parte de ella)

Hay una frase que suelo repetir: “Me encantan los libros. Y leerlos tampoco está mal”. En efecto, adoro los libros como objetos, me gusta su olor, su textura, su aspecto, soy un fetichista del papel impreso. ¿Recuerdan al Tío Gilito nadando en monedas de oro? Pues así soy yo, sólo que con libros. Y también los leo, claro, aunque a veces pienso que eso no es lo fundamental.
Sin embargo, en ocasiones me entran ataques de nazismo. Entendedme, no es que de repente me apetezca invadir Polonia, ni ponerme a masacrar judíos (entre otras cosas porque mi apellido es judío); no, no se trata de eso. Sencillamente, hay momentos en los que siento el irrefrenable deseo de quemar libros.
Me sucedió por primera vez en 1996, cuando cambié de domicilio. Desde entonces, a mis más odiados enemigos les deseo el peor de los destinos: una mudanza. Veréis, tengo muchos libros, toneladas de ellos. ¿Cuántos? Ni idea; por aventurar una cifra, digamos que alrededor de quince mil. Pues bien, ¿sabéis lo que es empaquetar todos esos libros, trasladarlos, desempaquetarlos y volverlos a colocar en estantes? ¿Sabéis lo mucho que pesa una caja llena de libros? ¿Sabéis todo el polvo que pueden acumular?
Fue entonces cuando un nuevo deseo se apoderó de mí: amontonar todos esos libros en el jardín y prenderles fuego. Se me pasó, por supuesto, volví a amar los libros. Pero se había abierto una grieta entre nosotros. De repente, sentía que los libros me robaban parte de la libertad, que estaba obligado a ir por la vida arrastrando quintales de papel. Era como un barco al que se le van adhiriendo moluscos al casco; sólo que en mi caso, en vez de mejillones y lapas, libros.
Lo superé. Mi amor por los libros ya no es inmaculado, pero la llama de la pasión sigue viva. No obstante, periódicamente sufro nuevos ataques de bibliopiromanía. Por ejemplo, cada vez que busco un libro y no lo encuentro. O cada vez que, por estar todos los libros en doble fila, tengo que quitar los de delante para sacar uno que quizá, y sólo quizá, esté detrás. O cada vez que no sé qué hacer con los libros que me acabo de comprar, porque ya no me caben en ninguna parte. Ah, sí, en esos momentos añoro tanto una buena antorcha...
Pero me controlo; nunca he quemado un libro, ni siquiera los que se lo merecen. Así que hablemos de mi maldita biblioteca. Aunque en realidad no tengo una biblioteca, una habitación específicamente orientada a acomodar libros (¡quién la pillara!). En mi caso, los libros se han ido extendiendo por toda la casa, como una plaga. Afortunadamente, mi mujer puso cierto coto al asunto: nada de libros en la cocina, los baños y el pasillo. Es muy sabia; no sé cómo me aguanta.
 
 
El despacho (1)

Bien, vayamos al meollo del problema. Durante mi infancia y juventud era un gran aficionado a la ciencia ficción y desde que tenía trece o catorce años comencé a coleccionarla. Durante décadas, fui un cazador de libros de ciencia ficción y fantasía, los buscaba en las librerías de viejo, los intercambiaba con otros coleccionistas, los perseguía igual que un tiburón a un banco de merluzas. Y he llegado a tener una notable colección. De unos cuatro mil volúmenes, la mayor parte de los cuales son una mierda como literatura, pero joyas para un coleccionista.
 Es decir, algo menos de la tercera parte de los libros que tengo son de ciencia ficción. Pero desde hace muchos años no colecciono nada, esos libros lo único que hacen es ocupar espacio y acumular polvo. Debería quedarme con los que de verdad me interesan y vender el resto (la mayoría). ¡Pero no puedo! Se me parte el corazón con solo pensarlo. Hay tanto cariño puesto en cada uno de esos libros, tantos recuerdos... Sí, soy idiota, ya lo sé.
 
 
El despacho (2)
En fin, el estado usual de mi biblioteca es el caos, la entropía en todo su esplendor. Aun así, intento luchar contra el desorden estableciendo ciertos territorios en mis librerías. De vez en cuando, algún amigo me sugiere que use no sé qué programa de ordenador para controlar y archivar mis libros. Eso significaría introducir 15.000 entradas en el programa. La mera idea me provoca sudores fríos; antes quemo los libros.
Bien, comencemos por las librerías de mi despacho. En la que aparece en la Foto 1 tengo libros de documentación sobre muy variados temas, diccionarios de todo tipo (me encantan), ensayos sobre literatura, y biografías. Y libros de otros temas que no deberían estar ahí, pero que como no me caben en ninguna parte, ahí se quedan.
En la Foto 2 encontramos lo más deprimente. La mitad de los libros (recordad que están en doble fila) son de documentación y de divulgación científica. La otra mitad son libros que tengo pendientes de leer. Hay varios centenares; creo que, ni aun dedicando lo que me resta de vida exclusivamente a la lectura, podría leerlos todos. Eso es lo deprimente. Como comprarte un loro y ser consciente de que ese cabrón de pájaro te va a sobrevivir.
En el salón tengo, en su mayor parte, libros de Historia, sobre cine y cómic, sobre antropología y mitología, sobre religiones y sobre filosofía. Y una miscelánea de temas que tampoco hace falta enumerar. Ah, sí; una de las baldas está enteramente dedicada a libros de Borges o sobre Borges. De hecho, los libros de conversaciones con Borges son un género en sí mismos. Yo los compraba todos (¿debo aclarar que soy fan irredento del maestro argentino?), hasta que un día me di cuenta de que había adquirido unas memorias de la asistenta de Borges (El señor Borges, Edhasa 2005) y dejé de hacerlo. No es que los recuerdos de una asistenta sobre su ilustre patrón me parezcan irrelevantes, pero aquello comenzaba a parecerse mucho al puro cotilleo. En las baldas inferiores amontono (c'est le mot juste) las novelas ya leídas.
Las fotos que vienen a continuación son la imagen de mi pecado, de mi castigo, de mi estúpido sentimentalismo. Mi colección de ciencia ficción. Está repartida en los dormitorios de mis dos hijos y ordenada mediante el aleatorio procedimiento de “clasificación por estratos”, como los fósiles.
 
 
 
 

Además de todo eso, tengo varias cajas llenas de libros en el trastero, cuando quien debería estar en el trastero soy yo.
En fin, que no soy un bibliófilo: soy un bibliómano. O quizá un bibliópata, no sé. Y con tendencias bipolares: a veces los amo, a veces deseo quemarlos. Pero no, a quién quiero engañar: adoro los libros y jamás les prendería fuego. Son tan hermosos...
No obstante, ser escritor y estar rodeado por tantísimos libros supone una cierta contradicción. Cada vez que acabo una novela, no puedo evitar quedarme mirándola y pensar: Hala, otro libro más; justo lo que necesitaba la humanidad.
 
 
 
 
Si queréis comprender en toda su magnitud lo enfermo que estoy, lo que muestra esta foto es mi mesilla de noche.

 

viernes, 9 de mayo de 2014

LAS BIBLIOTECAS SECRETAS DE NUEVA YORK

New York Public Library.
Esta no es nada secreta, ¡y merece una visita!
Para un bibliómano, no hay visita turística completa sin un recorrido por librerías y bibliotecas. Nueva York, esa ciudad donde hay de todo, representa también en este aspecto un reto. Sería necesaria una estancia de años, no de días, para conocer a fondo sus rincones librescos. Así que, aunque sea virtualmente, es un placer darse un garbeo por sus bibliotecas secretas, por gentileza de Allison Meier en la web atlas obscura. Podríamos decir que estos antros librescos se dividen básicamente en dos tipos: las bibliotecas especializadas y las privadas. Las primeras son a menudo de libre acceso, aunque a la mayoría de ustedes no se les haya pasado nunca por la cabeza buscar una biblioteca dedicada a material sobre perros; en las segundas cuesta un poco más entrar, pues por lo general son exclusivas para socios. De modo que, a menos que consiga convertirse en miembro del elitista Harvard Club, olvídese de usar sus salas de lectura. Pero eso no quiere decir que no les podamos, desde aquí, echar un vistazo a unas y otras.

General Society of Mechanics and Tradesmen of the City of New York

(Foto Allison Meier)

Como su nombre indica, especializada en obras sobre técnica y comercio. Fundada en 1785, además de sus 10.000 volúmenes contiene algunas otras curiosidades, como una colección de cajas fuertes y cerraduras antiguas. (Y no debe ser tan aburrida como parece: por alguna razón, poseen una rica colección de partituras originales de Gilbert y Sullivan.)



Horticultural Society


Como puede suponerse, reúne todo lo referente a horticultura y botánica. Está abierta al público, aunque sólo los socios pueden acceder al préstamo. Aparte de diversos talleres sobre jardinería, sus locales acogen exposiciones, una delicia para los amantes de las ilustraciones botánicas, como es mi caso. Vean un ejemplo:

Ingrid Finnan, Dahlia, de la Exposición Anual
Internacional 2013



Interference Archive


(Foto Allison Meier)

Una pequeña, pero densa, biblioteca sobre activismo. Está especializada en los movimientos punk rock de las décadas de 1980 y 1990, pero tiene también fanzines, carteles y material audiovisual de movimientos de todos los lugares y tendencias. ¡En nueva York cabe todo!


Explorers Club

(Foto Allison Meier)
Indudablemente, el paraíso del aventurero. El lugar donde uno puede contemplar fieras disecadas junto con reliquias de exploraciones diversas, o sumergirse en alguno de sus más de 13.000 volúmenes sobre exploraciones, desde el Ártico al Amazonas. Me imagino que habrá que entrar con salacot, como mínimo.


The Hispanic Society of America



Su museo es uno de los lugares que figuran en todas las guías, con sus Goyas, Grecos y Velázquez, pero mucha menos gente sabe que alberga también un valiosa biblioteca de libros antiguos y manuscritos españoles y portugueses, con más de 15.000 ejemplares anteriores a 1700 y 250 incunables. Abierta al público, aunque dudo que estos últimos permitan verlos tan fácilmente.


New York Society Library


La New York Society es la institución cultural más antigua de la ciudad. Su biblioteca, enorme, cuenta con más de 300.000 volúmenes. Acceso público para lectura y referencia, así como a las exposiciones, pero sólo los socios pueden hacer uso de los hermosos salones que ven en la foto.


Grolier Club



Imagino que a la entrada hay un cartel que dice "Sólo para bibliófilos". Porque el Grolier Club, que toma su nombre de un renombrado coleccionista de libros francés, es un club de amantes de la bibliofilia, y su biblioteca contiene ¡más de 100.00 volúmenes sobre el arte y la historia de los libros! Quizás puede uno consolarse de no ser miembro contemplando sus exposiciones periódicas, estas sí abiertas a todos.

Hay más por supuesto, pero creo que con estas muestras basta para poner los dientes largos a cualquier bibliómano. ¡Quien pudiera teletransportarse a cualquiera de estos lugares y disfrutar de los tesoros que contienen!



lunes, 5 de mayo de 2014

MI BIBLIOTECA (2.5): ¿LOS LIBROS SON ELÁSTICOS?

Los libros de Zazou, que comparte sus desvelos librescos en el blog  Bibliomanías y otros desvaríos están en plena reorganización. Buscan su sitio en las estanterías que les esperan, acogedoras. Pero todos sabemos que colocar libros no es tarea fácil...



Yo tenía un libro en África… vale, no, el libro no estaba en África ni al pie de las colinas de Ngong. En realidad está en mi estudio y al pie de las estanterías, igual que varias docenas de libros más, amorosamente apilados en varios montones. Las estanterías se extienden a lo largo de una pared y media y otra media pared junto a la puerta, blancas como el gotelé, para que sólo los libros en las baldas tengan colorido y personalidad. Ellos son los importantes. Ellos y el suelo de madera, que a veces parece pedir una butaca o, incluso, una mecedora donde apoltronarse con alguno de los volúmenes en las manos, una taza de té o una copa de vino cerquita y la mente atenta, abierta, hambrienta. Pero eso no va a ser todavía; no mientras esas pilas permanezcan levantadas, irradiando impaciencia por cada hoja de cada libro. 
 


Renovarse, crecer, evolucionar. Es una ley natural. Las estaciones se suceden, los años pasan, los paisajes cambian. Así debe ser. Los niños se hacen jóvenes, los jóvenes se hacen adultos (o no) y la rueda sigue. Lo normal. Los libros se multiplican… ah, ahí ya nos hemos enredado. No pueden multiplicarse sin ayuda, por sí mismos no ensanchan ni procrean. Porque no son seres vivos… ¿Cómo que no? El libro respira y habla, reinterpreta el mundo para el lector y mantiene una conversación con él, además una conversación diferente según qué lector. El libro despierta cuando lo abres, se alimenta con tu compañía y descansa cuando lo dejas de nuevo en el estante; a veces incluso te echa de menos y suplica, si necesita ser leído de nuevo. El libro es una especie callada pero no muda, tan fiel como puede serlo quien te ama desinteresadamente. Mimoso, el libro se acurruca en tu regazo en cuanto te sientas con él y te abraza con las palabras. También es una raza gregaria: tiende a convivir con otros miembros, sin discriminación de género, color o tamaño, y se agrupan en bandadas organizadas en hileras. Por lo general. Excepto los míos, o buena parte de los míos, estos días.

Tengo ahí a los pobrecitos, esperando que a ratos me ocupe de ellos. Pero es que lleva su tiempo. Ordenarlos no es tan simple como colocarlos en las baldas a la buena de los dioses. Se requiere un criterio y una sistematización. Se lo digo cada vez que entro al estudio y los encuentro ahí, con los lomos temblando de esa forma tan patética, echándome en cara su posición supina. Por mucho que a ellos no les importe mezclarse, a mí sí. Reconozco que soy un poco estricta con el tema, aunque no tan en exceso como para resultar maniática. Me gusta poder echar un vistazo y saber que en ese lateral están los de fantasía, que en aquellas baldas los clásicos y en el rincón los de poesía, por ejemplo. Y en esas estoy. Decidiendo en qué lateral, en qué balda y en qué rincón van a acabar ubicados (por no hablar del armario empotrado que, además de trastos varios, guarda otra porción de libros que no tienen cabida fuera). Todo porque he cambiado una estantería por otra algo más grande y he decidido que quería darles nuevos aires. Lo curioso es que, una vez sacados los libros para enfrentarlos a la reorganización, abultan más que antes. ¿De dónde viene esa magia extramatemática? Es como cuando te mudas de casa y, llegada a la nueva, te preguntas: ¿por qué si vengo de un piso de dos habitaciones y ahora tengo tres no me caben las cosas que traigo? Dicen que el tiempo es elástico. ¡Eso no es nada comparado con el volumen de los libros al intentar volver a guardarlos!
 
 


El otro día mi sobrino se admiraba (angelito) al preguntarme por los libros que tenía. «Tía, tú que lees mucho, ¿tienes más de cincuenta libros en tu casa? ¿Más de cien? ¿Más de…? ¡Jo, tía! ¿Pero dónde los guardas?» Y mi marido se echó a reír mientras esperaba que yo contestara. La respuesta era fácil: en las estanterías que hay por la casa. Por suerte, la bendita inocencia del niño evitó la cuestión conflictiva que dejaba al “dónde” en pañales: el “cómo”. De momento, sólo podría decirle: “Con paciencia y mucho cuidado”. 

Con ese armamento y un pelín de optimismo desmedido, me enfrenté ayer por la tarde a tamaña empresa. Subí y bajé mi escalerita, me senté y me tiré por los suelos, trasladé libros de una pared a otra, los volví a trasladar… Pensaba que lo haría de una sola vez. Había olvidado las anteriores experiencias. ¿Amnesia voluntaria? Es probable. Al anochecer, solo había conseguido organizar una estantería, donde reposan ahora la poesía, el teatro y los clásicos. Entre tanto, refunfuños y rezongos para mi coleto, aunque en el fondo estaba feliz en mi pequeño paraíso libresco. Porque esa sensación de estar rodeada de libros es tan placentera como una tarde soleada en la tumbona de la terraza, o quizá más. Y el regustillo de planificar e imaginar cómo quedarán los libros, una vez estén por fin colocados, tiene la dulzura chispeante de un pastel de limón. De esos que me encantan.