John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 30 de abril de 2014

LOS LIBROS SON TENDENCIA

Ilustración de Tom Gauld, tomada del New York Times Magazine

Interrumpo brevemente esta serie de exploraciones en bibliotecas ajenas para hablar de otro tipo de bibliotecas. Hace poco, un artículo leído en el New York Times me informaba de una moda que, al parecer, se está extendiendo: en su lecho de muerte, dice, los libros se han convertido en algo sexy. La tesis del artículo es que, ahora que están a punto de quedar obsoletos por el avance de la lectura en pantallas, los libros físicos se han convertido en objeto de deseo, en moda, en tendencia. Vaya, que tener una biblioteca en casa es lo más de lo más. Claro que estamos hablando de los libros como decoración y no para leerlos, ¡sólo faltaría! Al parecer, famosos como Scarlett Johansson se fotografían ahora ante sus paredes repletas de libros, como antaño hacían los más sesudos intelectuales, y James Franco suele enviar tuits con fotos de sus estanterías.
La biblioteca como símbolo de estatus. Tal como recuerda el mismo artículo, no es nada nuevo: algo parecido sucedió en la década de 1930 de la mano del astuto Edward Bernays (yo también hablé de él en estas Notas). Y la compra de libros a metros siempre fue algo típico de los nuevos ricos. Sea o no consecuencia de la próxima desaparición del libro en papel -algo sobre lo que podríamos discutir largamente- hay en esta nueva moda libresca (por llamarla de alguna manera) una frivolidad y una ligereza nuevas. Busquen, por ejemplo, en la gran tienda virtual Etsy el concepto "instant library" (muy típico de esta era de inmediatez). Verán que los libros no se ofrecen tanto por géneros, o por autores -al modo en que en los setenta triunfaban en nuestros quioscos las colecciones de "Grandes maestros de la literatura universal" y similares-, sino por colores. Personalmente, me he hecho una panzada de reír analizando la composición de estos decorativos packs:
 

 Vean por ejemplo esta conjuntada colección de "libros azules", que uno puede conseguir por el módico precio de 40 dólares. Combina sabiamente obras de Jackie Collins, Raymond Carver, las memorias políticas de un asistente de Nixon, el desgarrador testimonio de Betty Ford sobre su adicción al alcohol y un diccionario francés-inglés, entre otras. Una combinación que dejará perplejos, estoy segura, a cualquiera de los bibliómanos que me leen.
 
¿Que queremos un look más vintage? ¿Más nostálgico y tipo "encontré estos libros en un viejo desván"? Sin problema:
 
 
¿A que lucen? En este caso, los títulos resultan algo más difíciles de distinguir -pero ¿a quién le importan?-, aunque juraría que veo una novela de James Fenimore Cooper, The Pathfinder, otra de Giovanni Papini, además de un tratado de Zoología general (ningún bibliómano debería vivir sin él) y el fascinante anuario del Departamento de Agricultura de USA del año 1921. ¡Ah! y la Vida de George Washington escrita por Washington Irving, pero sólo la Parte II.
 
Continuando con estas tendencias librescas, resulta que ahora todo el mundo presume de leer (lo que no quiere decir que lo hagan, por supuesto). Una web llamada Bid4Papers ha hecho una infografía de lo que leen algunos famosos. "Eres lo que lees", dicen. O lo que dices que lees, digo yo. Porque ¿no resulta un poco sospechoso que Bono sólo lea obras clave de la literatura universal?
 
 
¿Y qué me dicen de las lecturas de Madonna?
 
 
En fin, que no cabe duda de que estamos ante una moda. Como todas las modas, seguramente pasará y los famosos se dedicarán a presumir de otras cosas. Sólo quedaremos, como siempre, los esforzados lectores que juzgamos las bibliotecas por su contenido y no por su color, y a los que nos importa poco deslumbrar o no a los visitantes con nuestras librerías. Porque tenemos la manía de leer los libros, además de contemplarlos.
(El proximo día, volveremos con más bibliotecas, de las de verdad.)
 

miércoles, 23 de abril de 2014

MI BIBLIOTECA (2.4): UNA BIBLIOTECA DANTESCA

José C. Vales, del blog Las luciérnagas no usan pilas, nos invita a conocer su biblioteca, dantesca (en el mejor sentido de la palabra) y luciérnaga, no podía ser de otro modo. (Puede que a alguien le sorprenda el adjetivo "luciérnago": le recomiendo que se dé un paseo por el blog de José y lo entenderá rápidamente.)

 
Internet está atestado de sugerencias, ideas y sentencias según las cuales —al parecer— nuestras bibliotecas son la imagen de nuestra vida, o de nuestro pensamiento, o de nuestro modo de entender el mundo. Dependiendo de la organización de nuestra biblioteca —se asegura—, cualquiera podría decir si somos maniáticos, pragmáticos, caóticos, inflexibles, sentimentales, lógicos, desconcertantes, obsesivos, etcétera. (Como en todos estos sencillos juegos de analogías, en ellos hay una parte de razón, cuarto y mitad de imaginación y el resto es una completa falsedad). A juzgar por esta filosofía de dudosa verosimilitud, un servidor sería caótico–racional–maniático–disperso–estricto–formalista–luciérnago.

En realidad, mi biblioteca está configurada conforme a una imagen del mundo que resulta incontestable, según la cual «las cosas son así, pero perfectamente podrían ser de otro modo»: todo es susceptible de cambiar, mutar, modificarse o variar sin ninguna razón en absoluto. (Dado que comparto casa con otra persona, esta visión del mundo con frecuencia suscita confrontaciones poco filosóficas, que también afectan a la disposición libresca).

 En principio, debo hacer referencia a los libros con los que comparto la mayor parte de mi tiempo en el estudio: son diccionarios, gramáticas, manuales y textos de referencia. Aquí tengo los libros de uso habitual y constante; por ejemplo, el Covarrubias, el Correas, el María Moliner, el fantástico Redes de Ignacio Bosque, el Autoridades, la HCLE de Francisco Rico, la HLE de García de la Concha, la HCPE de Abellán o el Diccionario de Ferrater Mora, entre otros, además de distintas historias temáticas, históricas, nacionales, etcétera. Pero lo fundamental es mi colección de la Biblioteca Clásica, publicada por Crítica, que se interrumpió cuando llevaban publicados unos 35 volúmenes y que recientemente ha retomado Galaxia Gutenberg con la colaboración de la RAE. En mi opinión se trata del mayor esfuerzo crítico y filológico de la literatura española, y el Paraíso de cualquier filólogo hispanista. 
 
En la biblioteca propiamente dicha hay tres grupos de estanterías. En el primero, una estantería acoge, en abigarrado desconcierto, unos doscientos textos teóricos y raros dedicados exclusivamente al Romanticismo, que ha sido mi principal ocupación durante muchos años. En las otras dos estanterías se reparten las colecciones de literatura gótica (Valdemar), los clásicos franceses y latinos, los ensayos de Alba y de Turner, y un buen surtido de la colección de Letras Universales de Cátedra. Aquí se encuentran los textos más luciérnagos de mi biblioteca, como los textos de San Jerónimo, San Agustín, San Isidoro, los Evangelios Apócrifos y otros de la BAC. Además, están los textos «conspiranoicos», los extravagantes y otras rarezas y singularidades.

En el segundo grupo de estanterías están ordenadas las colecciones de clásicos de Austral, la de Cátedra Letras Hispánicas, los Castalia, los Anagrama, los Seix y una pequeña colección de obra hispanoamericana, además de algunos libros que son más viejos que antiguos.


 El tercer grupo de estanterías es el Purgatorio. Ahí se apiñan, en dantesco revoltijo, los libros «modernos»: los Atxaga, Cercas, Falcones, Muñoz Molina, Millás, Goytisolo Sampedro, etcétera, comparten espacio con los Follett, Larsson, Süskind, Walker, Skármeta o Wolfe, y un larguísimo —y generalmente aburridísimo— etcétera. Se entiende, naturalmente, que es una estantería «purgatorio» donde los autores deben esperar a convertirse en clásicos y, con el tiempo, tal vez alcancen el honor de ser trasladados a otras estanterías más dignas. En mi opinión, estos autores no pueden estar con Garcilaso, Fray Luis, Cervantes, Galdós, Tito Livio, Cicerón, Austen, Shelley, Keats, Hugo, Goethe, etcétera. (En la habitación de invitados está el Infierno libresco, con curiosidades varias para alivio y remedio de las visitas insomnes).

En la biblioteca tenemos una «mesa de novedades», donde se van apilando los libros recién adquiridos y algunos coffee-table books interesantes sobre arte pop.

 

 [Naturalmente, los lectores de estas «Notas para lectores curiosos» se preguntarán dónde están los Alba, los Impedimenta, los Lumen y los Espasa-Clásicos, entre otros. Debo decir que todos esos libros están en la «biblioteca selecta y particular» de La Editora. Allí se me ha permitido colocar mi colección de Eco (ensayo), una gran representación de los Impedimenta (en algunos de ellos he tenido la fortuna de colaborar, así como en los clásicos de gran formato de Espasa), y de la inmensa colección de Alba de La Editora, algunos también tienen mi ex libris. La ordenación de esta biblioteca corresponde en exclusiva a La Editora, y siempre que pretendo consultar algún libro de esas estanterías debo pedir permiso y retirar con sumo cuidado la infinita cantidad de elementos decorativos que impiden un acceso directo a los libros.]

No sé si pueden extraerse conclusiones a partir de esta organización y composición bibliotecaria, pero si tuviera que hacerlo, probablemente admitiría que se trata de una colección de clásicos. Creo que a un visitante le llamaría la atención la abundancia de textos sobre Teoría Literaria y Filología, Historia, Filosofía y Misceláneas. Probablemente le sorprendería el desinterés y la negligencia con que trato la producción literaria del siglo XX y la veneración que dispenso especialmente a los clásicos hispánicos, europeos, grecolatinos y religiosos. Y tal vez, si me preguntara, podría decirle que tanto la selección como el orden (en salas, estanterías y baldas) remite a un hecho fundamental: que hace muchos lustros que la literatura dejó de ser para mí un entretenimiento o un pasatiempo para convertirse en el objeto de mi labor profesional. Es razonable (y bueno) que la literatura no sea más que un agradable entretenimiento para la mayoría de los lectores; pero para conseguir ese pequeño milagro, los profesionales de la edición, la traducción o la crítica —igual que los profesionales de la arquitectura, la música o la pintura— deben entregarse a estudios especializados.

jueves, 17 de abril de 2014

MI BIBLIOTECA (2.3): LIBROS, TÉ Y VIAJES

Desde su blog Junto a una taza de té, la siempre viajera María suele hablarnos de historias, de libros, de flores y, por supuesto, de tardes compartidas con una taza de ese delicioso brebaje. Su biblioteca es un fiel reflejo de sus pasiones.



Elena hace unos días me pidió que hablara sobre la biblioteca que tengo en casa… lo primero quiero agradecerle que me haya pedido mostrarla y hablar sobre ella.

Hace más o menos un año que me he mudado, y algunos de mis libros andan aún en cajas… porque sigo pensando que aquí no me detendré mucho tiempo… pero he de decir que la mayoría están ya colocados… algunos en lugares especiales, como la vitrina, para que cojan menos polvo.

Mi biblioteca es compartida… hay también libros de mi compañero de viaje, y disentimos a la hora de colocarlos. De momento andan mezclados, aunque los suyos (que son menos) están en lugares más concretos y con un orden más formal. También he decir, que los libros pasaron un tiempo a llamarse "nuestros", así que ambos nos hemos enriquecido...

¿Cómo ordeno los libros? Es algo que me pregunto mucho, pero os puedo decir que mi forma de ordenarlos la elige de algún modo el propio libro. No están seleccionados por orden alfabético, ni en un único lugar de la casa… y os aseguro, que sé donde está cada uno de ellos.

Por poner el ejemplo más claro para hacerme entender… en la vitrina guardo los "imprescindibles" o los que necesitan más cuidado por el paso del tiempo. Virginia Woolf está allí… tras el cristal están las Olas, o el Faro… el Fin de un viaje (su primer libro publicado), pero a Virginia no me gusta dejarla en un solo lugar, así que si subes a la habitación también hay un ejemplar suyo sobre algunos ensayos… pero no quedándome tranquila, también está más accesible en otros rincones de la casa. Es decir, hay algunas/os escritoras/os que están en espacios concretos de la casa, en un estante… y sé que están allí, como pasa con Shackleton o con Liv Arnensen (que está en la sección de viajes y aventuras).

Pero, como digo, con algunos/as escritores/as suelo permitir que visiten diferentes estancias de la casa...Jane Austen o con las hermanas Brontë… ellas están dispersas. 


Helene Hanff vive en la vitrina. Aún no tengo tanto material de ella como para hacer que viaje por la casa… Además, y sin interferir en este orden peculiar, tengo apartados de jardinería, de viajes, de cocina, de cuentos, de historias sobre mi trabajo, de música, de fantasía…

Luego están aquéllos que no saben muy bien dónde quedarse y de cuando en cuando los muevo un poquito para que conozcan otras zonas, o incluso intercambien conversación con otros libros…

Puede que lleguen a estar "hablando" Tolkien con C.S. Lewis de nuevo… o puede que Benedetti le susurre algo a Chesterton al oído…



De momento, ésta es mi forma de proceder a la hora de colocarlos… pero no sé si perdurará. Tengo claro que soy bastante anárquica a la hora de ordenarlos… y creo que eso no cambiará.

Hay libros que necesito que estén muy cerca, por si hay algún momento que, sin lugar a dudas, requiera de sus palabra. Eso sí… por muy desperdigados que estén por la casa, cada uno tiene su lugar.

miércoles, 9 de abril de 2014

MI BIBLIOTECA (2.2): UN LUGAR MUY VIVO

Sin asomo de arrepentimiento, Gonzalo Muro, que desde su blog Confieso que he leído nos trae regularmente sabrosas reseñas, nos habla de su biblioteca, de sus lecturas, de su familia... e incluso de algún libro que anda buscando sin éxito desde hace años. Se diría que los libros tienen vida propia.

La esquina libresca

Generalmente entendemos por biblioteca el lugar en el que se colocan los libros y, por extensión, el conjunto de libros en ella conservados. Es una definición elemental pero con la que no me siento especialmente cómodo. Trataré, por tanto, de exponer mi propia noción de biblioteca, a la fuerza personal y provocadora. Si de niños se nos decía que el mejor amigo era un libro, la biblioteca debería ser, simple regla de tres, un bar atestado de amigos. 
Mi biblioteca tiene algo de ese trasiego y desorganizado trabajo que se respira en los bares de toda la vida, los de clientela fija que ha trabado amistad recíproca y en los que los recién llegados son mirados con circunspección hasta que se tornan en habituales. 
Me explico y voy entrando en materia. No me atrevería a decir que mi biblioteca carezca de orden, tan solo que éste resulta del azar. Por mucho que en cada mudanza los libros se coloquen con ciertos criterios convencionales (determinadas editoriales, algunos autores favoritos, ciertas temáticas recurrentes e, inevitablemente, altura y fondo de algunos volúmenes especialmente desproporcionados), a los pocos meses apenas nada pervive de aquel ordenamiento ideal. 
Y es que la biblioteca no es un depósito de cadáveres sino un lugar muy vivo que suelo frecuentar con ojeadas casuales para sacar un libro del que me he acordado a lo largo del día o del que he oído hablar casualmente. Lo tomo, paso páginas al azar, me demoro un tiempo con él en las manos o, tal vez, vuelvo a releer capítulos enteros. Finalmente regresará a la biblioteca pero, con toda probabilidad, lo hará a un lugar diferente. 
Pero lo más frecuente es que, al tomar un libro, uno repare en el que tiene al lado o dos posiciones a derecha o izquierda y tenga el impulso de cogerlo igualmente y llevarlos por un tiempo a la mesilla de noche, a la mesa del salón o a cualquier otro lugar que permita disfrutar nuevamente del viejo amigo reencontrado, lo que supone que la biblioteca está en mutación permanente. 
La falta de metodología en la clasificación supone un interesante experimento que favorece la libre asociación. Vuelvo a sentarme a escribir estas líneas después de revisar algunos estantes. ¿Habría algún motivo que llevara a que La toma del poder por los nazis y El Pentateuco de Isaac hayan terminado uno junto a otro, portada sobre contraportada? ¿Qué interesantes asociaciones evoca la yuxtaposición de El mundo según Garp y Lamentaciones de un prepucio? ¿Ha sido acaso la lógica geográfica la que unió Berlín Alexanderplatz y La Praga de Kafka, o tal vez la coincidencia del tiempo histórico relatado o, simplemente, que los últimos días felices de Kafka fueron los disfrutados en la capital alemana?
Indagar en estas íntimas conexiones puede ser una buena forma de pasar el tiempo pero, por encima de todo, nos obliga a conocer mejor nuestros libros, a darle un sentido a lo que leemos y al motivo que nos lleva a escoger esas lecturas y no otras. 

El paraíso de los elefantes
 La biblioteca es el resultado de un largo periplo acumulativo que va dejando estratos como los revelados en las excavaciones arqueológicas y que nos sirve para explicar cómo hemos ido cambiando con el tiempo. ¿Por qué durante los estudios las novelas parecían frívolas y actualmente los ensayos tienden a convertirse en una rareza?¿Cuándo fue la última vez que compré un libro de poesía?¿Cómo es posible que tenga más libros de teatro que asistencias a representaciones?
Mi biblioteca me interroga de este modo insolente cada vez que me acerco a ella. Pero ya no se lo tengo en cuenta porque su origen es algo callejero y mestizo. En ella se entremezclan ediciones baratas, colecciones entregadas por un precio irrisorio junto a un periódico, algunos volúmenes con un poco más de lustre y ninguna joya bibliográfica. Pero a mis ojos, como a los de un padre, todos los libros son iguales (aún sabiendo que no lo son) y todos -bueno, casi todos- me han hecho disfrutar enormemente. 
Así, pese a tener la extraordinaria versión de Galaxia Gutenberg de las Obras Completas de Kafka, sigo abriendo con placer la versión de Laurent, publicada en España por la editorial Teorema pese a conocer sus trampas, su origen en una traducción de una traducción, su más que discutible criterio cronológico y otras tantas faltas. Pero gracias a ella llegué a Kafka, y en muestra de agradecimiento, a ella sigo recurriendo con frecuencia. Más aún, algunos textos sólo me resultan reconocibles en la traducción de esta edición innoble. 
Pero mi biblioteca, tal y como la describo, no solo es fuente de placer. Por desgracia, cuando hay necesidad de buscar un libro concreto, se echa de menos un criterio más claro, un orden alfabético o similar, algo simple pero eficaz. Así, en los últimos dos años he iniciado diversas exploraciones con el fin de localizar la biografía de John Lennon escrita por Philip Norman y la de Tolstoi escrita por Mauricio Wiesenthal (El viejo León) sin el menor éxito. He sopesado el posible robo por parte de familia, amigos o empleada del hogar pero, la verdad, aún no he logrado encontrar un móvil común que explique ambas desapariciones. Tal vez si tuviera un estante reservado exclusivamente a los grandes maestros de la novela detectivesca u otro para los relatos de los grandes exploradores del pasado, podría reiniciar con mejor fortuna la búsqueda. 
Precisamente estas tristes desapariciones me han llevado recientemente a tomar una drástica decisión: los libros por leer se relegan a una estantería menor, un mueble reservado para películas y otros objetos que uno acumula en la vida. Sólo tras su lectura pasan del limbo al paraíso libresco. 


Pero allí donde se reúnen dos o más libros terminan por aplicarse las mismas leyes eternas de la biblioteca. Así, paso largas temporadas ponderando la evidente conexión entre Los amores de un bibliómano y su inmediato vecino, Leer Lolita en Teherán, nuevamente leo hojas sueltas de una biografía sobre Stefan Zweig mientras hago y rehago mi lista de próximos libros a leer. Dicho sea de paso, una promesa que suelo incumplir con infidelidades de última hora. 
Pero peor aún es el recuerdo de los libros que sabes robados a ciencia cierta, ante tus propias narices. Es el caso de la edición de La isla del tesoro de Tus Libros (Anaya) que aún sigue sembrando disputa familiar con mi hermano y que, espero que al leer estas líneas, recapacite y reconozca que nadie en su sano juicio renunciaría con catorce años a tal monumento de las letras y que, aún si lo hubiera hecho, sólo la estupidez propia de esa edad explicaría una donación que, a todas luces, es nula. Conste que para ese ejemplar sí guardo un lugar en mi biblioteca, justo al lado de la primera y segunda parte de Robinson Crusoe
Dejemos a la familia y volvamos a los libros. ¿Cuántas lentejas se pueden contar en un kilo de lentejas? Carezco de referencias ciertas y tanto me da quinientas que mil doscientas. Aventurar una cifra de los libros atesorados es tan inapropiado como inconveniente enumerar las antiguas amantes como argumento para una nueva conquista. Lo cierto es que el número es lo suficientemente amplio como para comprar dos veces el mismo libro y llegar a leerlo hasta casi completarlo sin percatarme de que lo que parecía un leve déjà vu no era sino una muestra de senilidad precoz. 
Pero la biblioteca encierra en su interior el germen de su destrucción. Los libros se convierten en un problema de espacio público. Se amontonan sin mesura. Uno no puede evitar comprar para leer en verano, para cuando se jubile o por si llega el caso en que la historia de los maragatos le resulte lo suficientemente atractiva como para devorarla con apasionamiento. Pero, forzoso es reconocerlo, las leyes físicas tienden a poner puertas al campo bibliófilo. 
Por esta razón, entre otras muchas, soy un ferviente defensor de los libros digitales, al menos en tanto el precio de la vivienda no baje. Aunque me precio de reconocer determinados libros por su olor y tacto (aquel fue el día en que mi mujer se dio cuenta de que algo andaba definitivamente mal en mi cabeza) lo cierto es que, por encima de todo, aprecio el contenido. 
Ahora ya puedo acumular sin miedo todos esos libros que sé que no podré leer, y a nadie debo rendir cuentas. El único espacio que ocupo es el de un disco duro y un dispositivo de lectura. ¿Tiene sentido tener tres traducciones diferentes al inglés de la Odisea? Ninguno. Pero, ¿alguien podría resistirse a comprobar el modo en que los ingleses veían esta obra antes de pretender convertirse en los herederos de la Grecia Clásica, durante la consolidación de su Imperio y con posterioridad a su caída? Yo no, aunque anticipo que sólo llegaré a comparar las primeras líneas, si llega el caso. 


Libros en lista de espera

Por otro lado, la biblioteca digital permite acabar definitivamente con el problema del orden. Más aún, se acabaron los esfuerzos por localizar un libro concreto o un pasaje determinado. Todo sencillo y limpio. 
Demasiado sencillo y demasiado limpio. Me apena que mi hijo que no disfrutará de horas y horas husmeando sus propios libros, estornudando por el polvo acumulado o jurando en arameo cuando al sacar un libro otro nos cae en la cabeza. Nunca alcanzará la gloria de localizar finalmente El viejo León (aún confío en rescatarlo de su cautiverio). 
Pero yo me refugio en mi biblioteca, en el sentido que aún tiene para mí, pese a que poco a poco también lo va perdiendo. Estos libros me acompañaron hasta hoy, como mis mejores amigos, y lo seguirán haciendo. Pronto serán embalados para una nueva mudanza y no habrá consejo decorativo que me detenga a la hora de reabrir mi viejo bar, tan concurrido o más que siempre. Y aunque quizá con el tiempo lo visite menos, que nadie lo dude, jamás colgaré el cartel de Se traspasa.