John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

martes, 29 de mayo de 2012

MI BIBLIOTECA (I): ORDEN Y MEMORIA

En esta primera entrega de la serie, el invitado que nos muestra su biblioteca es Carlos, del blog El buscador de Tusitalas. Admirador confeso de Robert Louis Stevenson (no en vano le dedica el título de su blog), Carlos nos habla en sus entradas de literatura, de cuentos, de aventura, pero también de cine, otra de sus pasiones. Junto, como veremos aquí, a la de rebuscar libros y buscar las ediciones más bellas. Todo un bibliómano.

Hace muchos años que dejé de contar libros, pero no de comprarlos. Debería consultar con un arquitecto para saber cual es el peso máximo permitido en libros que debe tener cada estancia, por eso de no hacerle un boquete indeseado al vecino (aunque la verdad nunca he leído una noticia que diga que la cultura sea el motivo de un hundimiento).
De momento, soy capaz de encontrar la gran mayoría de mis libros gracias a una “prodigiosa” memoria (exacto, como Mendel, ¿deberé preocuparme?) desarrollada desde muy joven, cuando mis pérfidos hermanos se dedicaban a cambiar el orden de los libros en las estanterías para divertirse viendo como mecánicamente los volvía a reinstalar en su lugar; pero también debido a mi infalible sistema de ordenación cronogeotemático. El criterio inicial consiste en separarlos por temas, pero considerando que la literatura es uno de los temas principales, dentro de esta hay dos niveles: el primero, los países y dentro de estos, los años de nacimiento de los autores. No me extrañaría que algún bibliotecario se quejara de mi despropósito; alegaré que con este sistema los raptores de libros andan algo confundidos.
Algunas de las abultadas estanterías
Los libros son viajeros y siempre he entendido que su condición es nómada, excepto aquellos que se encuentran encarcelados en las bibliotecas nacionales y demás. Debemos ofrecer a los libros libertad y dejarlos escapar, para que otro los capture y así infinitamente. Me encanta buscar los libros fuera de su lugar común, es decir, fuera de las librerías de compra nuevas a las que acudo para encontrar cosas concretas. Aunque me dejo ver por las librerías de segunda mano, alguna feria o el Mercat de Sant Antoni, confesaré mi secreto mejor guardado: mi biblioteca ha crecido gracias a los encantes viejos de Barcelona. De allí provienen mis mejores compras y mi acelerada pasión. Si algún día veis a un tipo alto subido a una montaña de libros que se agolpan en el suelo, impasible al frío o el calor y con el asumido riesgo de enseñar el canalillo que separa los glúteos, ese puedo ser yo. Obsesivamente, acabo comprando a través del regateo, que no deja de ser la parte más gratificante de todo el proceso. Y es que nadie me negará que conseguir una ganga o un raro es equiparable a pisar la luna por primera vez (bueno vale, me he pasado, pero durante unos segundos puede serlo y además quién sabe lo que se siente al pisar la luna; pocos, muy pocos…).
El problema de buscar gangas es que siempre las hay y eso deriva en una progresión infinita de libros y una disminución pareja de tu economía y espacio. Aún así, soy humano y por tanto me dejo vencer fácilmente por los placeres y acabo comprando libros semanalmente para regalar o para rellenar los huecos ya imperceptibles de mi casa. Porque esa es otra obsesión, si encuentro una edición de mejor calidad que la que tengo, no puedo evitar reponerla. Solución a esta duplicidad: regalar el otro. Pues sí, debo reconocer que uno encima es un sibarita del papel y busca buenas ediciones (tapas, traducciones, papel, ilustraciones, notas…).
Anecdóticamente esta manía el pasado Sant Jordi nos dio una estupenda gratificación. Mi mujer me pidió “algún” libro para ciertos alumnos de una clase un tanto especial, con dificultades de varios tipos. Inicialmente me pidió unos doce libros para regalárselos, que acabaron convirtiéndose en dieciséis. Los fuimos eligiendo según las características de cada uno: de ingenio, de aventura, sentimental, sencillo, fantástico… Parece ser que acertamos con todas las elecciones. Según me dijo, fue un momento muy emocionante, porque ninguno de ellos se esperaba nada, esos libros les hicieron sentir verdaderamente especiales. Mucho mejor que una campaña orquestada del fomento a la lectura.
Otro de los temas es qué elijo para leer, por qué, cuándo y dónde. Difícil seguir un criterio de lectura, aunque tengo más o menos una pila ordenada mentalmente –hay quién incluso habla del monstruo de la pila, que crece y parece querer devorarte-. En esa pila, con un supuesto orden, los libros se van desplazando hacia arriba o hacia abajo, e incluso aparecen nuevos que reclaman un derecho que no les corresponde cronológicamente. Supongo que, como le ocurre a cualquier buen lector, las prioridades pueden variar en poco tiempo gracias a los blogs y foros amigos, a los comentarios de los mismos autores o a alguna autorizada voz. En cualquier caso últimamente, y debido al blog que escribo, los temas se imponen a las lecturas en sí; es decir, pienso en aquello de lo que querría hablar y elijo la lectura en base a ello –siempre teniendo en cuenta que el libro escogido está en la pila-. De esta manera, leo algunos libros que podrían perderse en el limbo de lo interesante pero no atractivo para el momento. Pero, este método engendra monstruos, porque hace que me dedique a buscar más material que, a veces, no poseo. Más madera.

Mi rincón en compañía de Sherezade
Mi sitio de lectura preferido es la cama –estilo Twain, para entendernos-, aunque donde más leo es en el trayecto hacia el trabajo. Tiendo a la distracción, por lo que ni vasos de whisky, ni música de Bach, ni niños jugando alrededor y, como me pasaba cuando estudiaba, no puedo aguantar más de una hora seguida.  Y por cierto, aunque sea incorrecto, yo al lavabo siempre con un libro para hojear.

sábado, 26 de mayo de 2012

VOYEURISMO LITERARIO


Para un bibliómano, su biblioteca es como una extensión de su personalidad. En ella se reflejan sus gustos y sus manías, su manera de ser e incluso aspectos de su historia personal. La biblioteca de un desconocido dice mucho sobre él, y para cualquier bibliófilo no hay mayor placer que husmear en bibliotecas ajenas. Ver no sólo qué títulos atesora, sino en qué ediciones, cómo los ordena, qué autores están más representados, qué volúmenes parece que han tenido mayor uso... Voyeurismo literario, sin duda. No me avergüenzo. No es posible conocer bien a alguien sin haber visto su biblioteca. Y hay que desconfiar -yo, al menos, lo hago- de aquellas personas que en sus estanterías no lucen más que diez o doce volúmenes con aspecto de no haber sido abiertos hace tiempo. O, aún peor, de aquellas que presumen de ordenadas e impolutas hileras de libros todos del mismo color y tamaño, perfectamente alineados. ¡Urg! La lectura del volumen Donde se guardan los libros, de Jesús Marchamalo,* un interesante  -desde luego, sólo para bibliómanos- recorrido por las bibliotecas de diversos autores españoles contemporáneos, en el que cada uno habla de cómo se relaciona con los libros, de cómo los ordena (o no) en los estantes, o de cómo su biblioteca se ha ido construyendo con el tiempo, me dio la idea. Está muy bien fisgonear en las bibliotecas de algunos grandes nombres, pero sin duda igual de interesantes resultarían las experiencias bibliotecarias de muchos de los blogueros que frecuento (y me frecuentan). Así que les he pedido a media docena de ellos que me hagan el favor de actuar como escritores invitados y redacten algunas líneas, acompañadas de las correspondientes ilustraciones, para introducirnos en su biblioteca, que nos expliquen dónde y cómo guardan ellos los libros, ese pedacito tan importante de su vida. Para mi sorpresa -a ninguno de ellos los conozco personalmente, ni siquiera sé el verdadero nombre de la mayoría-, todos ellos han aceptado generosamente la propuesta. De modo que, a partir de la semana próxima, iniciaré una serie de entradas que, con el título genérico de "Mi biblioteca" recorrerán las bibliotecas de diversos bibliómanos. No me escapo; entre ellas también estará la mía. Espero que a los lectores de este blog les resulte interesante esta serie, que iré intercalando con mis entradas habituales.
[Añadido posteriormente: para quienes deseen acceder a toda la serie, dejo aquí el enlace.]

*Más sobre este autor, que ha dedicado parte de su obra a los libros y las bibliotecas, en su blog El don de la impaciencia.

miércoles, 23 de mayo de 2012

LOS BENEFICIOS DE LA FICCIÓN


Young lady reading,  de Mary Cassatt
Casi antes de que existieran las novelas, y desde luego a partir de que las historias que se contaban al amor de la lumbre o en la plaza del mercado -historias de crímenes, de amores trágicos, de hazañas gloriosas- pasaran al papel, se impuso entre las clases dominantes la opinión generalizada de que la ficción era moralmente nociva. Historias inventadas, llenas de emociones, que arrebatan por unos momentos al lector del mundo real o, lo que es peor, le hacen creer en la realidad de los mundos de ficción... No, eso no podía ser bueno. Durante muchos años (siglos, más bien) los confesores desaconsejaban a las mujeres la lectura de novelas, recomendando en su lugar libros piadosos. La ficción, según la Iglesia, conducía inevitablemente al deterioro de la moralidad.
Pero ¿y si todos ellos estuviesen equivocados? ¿Y si la ficción, lejos de ser moralmente debilitante, reforzase por el contrario nuestro sentido moral? ¿Si fuese necesaria para un mejor funcionamiento de la sociedad? Todas estas suposiciones -que los devoradores de ficción hemos sabido siempre que eran ciertas- están siendo corroboradas por los más recientes estudios científicos. O eso dice al menos un artículo publicado en The Boston Globe. Según afirma, diferentes investigaciones han demostrado que la ficción es capaz de cambiarnos. Y, cuanto más absortos estamos en el universo ficticio, mayor es la influencia de éste. De hecho, parece que la ficción es más efectiva a la hora de hacernos cambiar nuestras creencias e ideas que los argumentos y evidencias esgrimidos por la no-ficción. Por ejemplo, consiguió más adeptos en favor de la abolición de la esclavitud una novela como La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe que todos los ensayos y panfletos antiesclavistas. Cuando leemos ensayo, mantenemos los parapetos intelectuales levantados: leemos analizando el texto, dispuestos a confrontarlo con nuestras propias ideas y a rebatirlo si es necesario. En cambio, al leer ficción, nuestras defensas morales quedan anuladas. Voluntariamente -puesto que leer ficción requiere esa "suspensión de la incredulidad" de que hablaba Coleridge- anulamos nuestro sentido crítico y nos dejamos llevar por la historia. Pero la ficción no habla sólo de ideas, sino que principalmente trata de seres humanos, de sus relaciones, de lo que les preocupa, les duele o les hace felices. En este sentido, los estudios llevados a cabo con niños demuestran que aquellos que han leído (o les han leído) muchas historias son más capaces de captar el estado emocional de sus semejantes. Es decir, uno de los beneficios indudables de la ficción es que aumenta nuestra capacidad de empatía. A través de la ficción aprendemos a conocer a los demás, podemos ponernos en su lugar y experimentar sentimientos que quizá en la vida real ignoramos.


Es cierto que la ficción también presenta personajes y hechos reprobables. Que a veces incluso el malo, el antihéroe, resulta más atractivo que el héroe. Pero la gran mayoría de la ficción tiene un desenlace en el que, de un modo u otro, se hace justicia. Y cuando no se hace, cuando Romeo y Julieta mueren en lugar de poder realizar su amor, cuando algo impide que el héroe o la heroína consigan sus ambiciones, al lector le queda claro que es una injusticia. Según los psicólogos que cita el artículo al que me refiero, la ficción tiene beneficios para los humanos como grupo social. Su función es dotar al grupo de una estructura moral, reforzar los valores culturales. En la vida real, como todos sabemos (sólo tienen que poner hoy el telediario), los estafadores no van a la cárcel y los asesinos se pasean impunes por la calle. Por eso, en tiempos oscuros la ficción es más necesaria que nunca. Porque necesitamos, como sociedad, creer que las relaciones humanas sirven para algo más que para que cada cual busque medrar, que procurar el bien ajeno es un rasgo positivo, que el mal existe, pero se le puede combatir. Aunque sea en una galaxia muy, muy lejana...

sábado, 19 de mayo de 2012

TATUAJES LITERARIOS

Jack Kerouac, a la máquina de escribir,
un tatuaje verdaderamente elaborado
Intento, de verdad que lo intento, estar al tanto de cualquier tendencia relacionada con el universo literario, por excéntrica que parezca. No en vano uno de los objetivos de este blog es dar cuenta de cuantas curiosidades y fenómenos puedan resultar de interés para el bibliómano que por aquí se acerque. Sin embargo, reconozco que hasta hace dos días no era consciente de lo que es al parecer una moda que causa estragos entre algunos biblioadictos: el tatuaje literario.
El milenario arte del tatuaje, ya practicado en Egipto e incluso -según testimonian algunas momias, como la de Ötzi- entre algunos pueblos del Paleolítico, fue reintroducido en Europa gracias a las expediciones del capitán Cook a la Polinesia. Limitado en principio a los marinos y a algunas subculturas como la carcelaria, su recuperación por el movimiento hippy en los sesenta marcó el ascenso de una tendencia que en las últimas dos décadas se ha popularizado y generalizado hasta convertirse en algo casi banal. Cualquier visita a una playa o a un gimnasio puede dar fe de la frecuencia y diversidad de este tipo de body-art. Como consecuencia de esta enorme difusión, hay tatuajes de todo tipo y para todos los gustos, practicados en todos los lugares de la anatomía humana.
El tatuaje carga el cuerpo de significado, convierte la propia piel en un manifiesto vivo de las ideas, las preferencias o los deseos de quien lo ostenta. La literatura, en tanto que condensación del pensamiento,  así como en tanto que símbolo, ha hecho también su aparición en el universo del tatuaje, y con fuerza. A grandes rasgos, los tatuajes literarios podrían dividirse entre los textuales -aquellos que reproducen una frase o un poema, por lo general dirigidos a reivindicar la identificación del portador con su contenido-  y los gráficos, que reproducen un personaje, un autor o un motivo literario, que muestran igualmente la adscripción literaria de quien lo exhibe. Esta tendencia no ha pasado desapercibida para los medios que se ocupan de literatura, y hasta el Publishers Weekly se ha dignado a elaborar un ranking de los tatuajes literarios más frecuentes, basándose en gran parte (es obvio que los redactores de la revista no pueden ir por las calles pidiendo a la gente que les enseñen sus tatuajes) en los que se exhiben en las dos principales webs dedicadas a ello, contrariwise.org y The Word Made Flesh. Al parecer, el ganador absoluto es El club de la lucha, con la ayuda un tanto desleal de la película y del atractivo de Brad Pitt, seguido de cerca por Saint-Exupéry y su pequeño príncipe. De este último, las preferencias se dividen entre la frase "Lo esencial es invisible a los ojos" o alguna de sus ilustraciones:

Tatuaje perteneciente a Cassie Niemeyer, en contrariwise.org
Por si alguien se anima, a su propietaria le costó 200 dólares
y dos horas de tatuaje (según contrariwise.org)

El ranking parece estar copado por libros infantiles, pues a continuación figuran Maurice Sendak (mi tatuaje favorito es este) y Lewis Carroll, con su Alicia. Kurt Vonnegut ostenta un digno quinto puesto, con marcada preferencia por su frase "So it goes", que se ha convertido en una especie de emblema:


Pero la variedad es infinita y, puestos a ello, me parece que no debe ser fácil decidir cuál es la frase que uno grabaría de forma indeleble en su cuerpo. Teniendo en cuenta, además, que la expereiencia demuestra que los gustos -incluidos los literarios- suelen ir cambiando. Más de uno ha debido arrepentirse amargamente de haberse tatuado el nombre de su amada cuando ésta ha dejado de serlo (véase el caso "Winona forever", aunque yo a Johnny Depp se lo perdonaría todo), de modo que en este terreno, quizás es aconsejable no correr demasiados riesgos.

martes, 15 de mayo de 2012

FAN FICTION, AYER Y HOY


"Nihil novum sub sole", decían los antiguos, parafraseando a su vez al sabio Salomón quien, al parecer fue el primero en pronunciarlo, imagino que en hebreo (me asalta la terrible duda de en qué lengua hablaría Salomón). Vaya, que todo (o casi) está inventado. Desde hace unos años se oye hablar insistentemente de ese "nuevo" fenómeno, la fan fiction, que consiste en utilizar los personajes o el mundo novelesco ideado por un autor -por regla general uno que se ha hecho famoso- para basar en él una obra propia, que altera o desarrolla de modos diversos la original. La fan fiction presupone de sus lectores un conocimiento previo del universo ficcional que toma prestado, como un guiño hacia los admiradores de la obra en que se basa, y normalmente  -al menos en su acepción más reciente- no aspira tanto a la publicación como a ser leída por un grupo afín de fans capaces de apreciarla. Hasta aquí la explicación más o menos académica del asunto. Pero nuevo, lo que se dice nuevo, no lo es. Sólo con repasar un poco la literatura universal, nos topamos con un número bastante considerable de obras que podrían englobarse en la categoría de fan fiction, aunque desde luego en su época el concepto fuese desconocido. Sin ir más lejos, las sagas homéricas tuvieron ya en su momento adaptadores e imitadores. Por ejemplo, Quinto de Esmirna escribió en el siglo IV las Posthoméricas, donde narra un periodo situado entre la muerte de Héctor y la caída de Troya. Más o menos hacia ese siglo aparecieron también unos Diarios o relatos sobre la guerra de Troya que pretendían ser obra de un contemporáneo griego de los héroes homéricos, un tal Dictis Cretense, a su vez traducidos al latín por Septimio Lucio, quien contaba que texto original fue encontrado en la tumba de Dictis en caracteres fenicios y el emperador Nerón  mandó traducirlo al griego (obviamente, todos estos precedentes son una invención literaria). A su vez, numerosos autores medievales utilizaron este material para recrear el universo troyano.
Sin necesidad de remontarse tan lejos, el propio Quijote fue víctima de la fan fiction, pues antes de que pudiera dar a la imprenta la continuación de su novela ya circulaba una segunda parte apócrifa, firmada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, aunque ese nombre era un seudónimo. Salvando las distancias y el hecho de que seguramente le guiaba un móvil económico, el comportamiento de Avellaneda se parece mucho al fenómeno de los fans de la saga de George R. R. Martin que, cansados de esperar el siguiente volumen de Canción de hielo y fuego, se inventan una continuación.
Hay que reconocer, no obstante, que los nuevos medios de comunicación han hecho proliferar la fan fiction y, mientras que hace unas décadas era propio sólo de algunos aficionados a la ciencia-ficción (innumerables son las reelaboraciones de la saga Star Trek), hoy por hoy la fan fiction se nutre de todo tipo de autores. Jane Austen, la pobre, se ha convertido en uno de los blancos predilectos, y hemos visto desde unas exitosas novelas donde las heroínas austenianas caían presas de zombis hasta la más seria (y literariamente sin duda mucho mejor) Death Comes to Pemberley de P.D. James. Que me perdone Dame Phyllis, pero ¿qué es, sino fan fiction, una novela que introduce un asesinato en el mundo de Orgullo y prejuicio?



sábado, 12 de mayo de 2012

EL TÍTULO MÁS CORTO

Fuenteovejuna, en un montaje del Teatro Clásico Nacional
Destacar la importancia del título para la obra literaria es caer en la obviedad. El título es tarjeta de presentación, resumen, reclamo publicitario, arma de seducción... y mucho más. La obra literaria puede prescindir de muchas cosas, puede cambiar de soporte, de formato, pero no puede ignorar la importancia fundamental de un buen título. Pero, ¿cómo elegir el título adecuado? A veces, el título es lo primero que el autor tiene en mente, casi antes de saber de qué tratará su obra. Otras, no es hasta mucho después de haberla completado que el autor (o, a veces, su editor) da con el título que le parece idóneo. En los títulos, como en todo, también hay modas, y manías. Nos vamos a fijar hoy en un aspecto quizás banal, pero curioso,como es la longitud del título o, para ser más exactos, los títulos más cortos. (Advierto de antemano que lo que sigue son elucubraciones ociosas, puro divertimento que no pretende elaborar ninguna teoría.)
Tradicionalmente, la poesía y las obras de teatro se han prestado a tener títulos cortos, en contraste con la novela que, sobre todo en sus inicios, se sentía obligada a hacer explícito su contenido en el título. Así, mientras que Shakespeare usa títulos de una sola palabra para muchas de sus obras (Hamlet, Macbeth, Otelo), Cervantes, su contemporáneo, le da a su novela un título de una longitud considerable: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Quevedo también emplea en su novela picaresca un título que es casi una sinopsis de su contenido: Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Las comedias de Lope de Vega, en cambio, dan prueba de una economía mucho mayor, desde las que constan sólo de un sustantivo y un complemento, como La dama boba, La viuda valenciana, El perro del hortelano o El caballero de Olmedo hasta la muy concisa Fuenteovejuna. Con el tiempo, la moda más bien ha seguido la tendencia de acortar los títulos. Los novelistas del XIX ya se atrevían con títulos más cortos, incluso con algunos de una sola palabra, como Emma o Persuasión, de Jane Austen, Shirley, de Charlotte Brontë o, más cerca de nosotros, Tormento, Tristana o Miau, de Pérez Galdós.

 

En el siglo XX, esta inclinación por la economía titulística se acentúa. Según cuenta Bill Morris en su artículo sobre este tema, editores como Sonny Mehta -prestigioso editor americano, responsable durante muchos años de la editorial Alfred A. Knopf- prefieren los títulos de una sola palabra (y, es de suponer, ejercen su influencia para que los autores los empleen). Son títulos "envidiablemente concisos, memorables, perfectos". Eso, cuando son buenos. Porque a veces se quedan en el terreno de lo vago, o rezuman una falsa trascendencia. Un repaso -no exhaustivo, pero lo suficientemente amplio- de títulos de una sola palabra nos muestra una preponderancia de los nombres de persona. No nos queda duda de quién es el protagonista de Lolita, de Carrie o de Frankenstein (aunque Mary Shelley, fiel a los usos de su época, le añadiera un título alternativo: Frankenstein o el moderno Prometeo; cuestión de dejárselo bien claro al lector). Otros, sin embargo, quieren resumir en una palabra el contenido y, de paso, suscitar la curiosidad de lector. Emblemático en este sentido es el Nada de Carmen Laforet, o también Expiación, de Ian McEwan. Ignoro si Sonny Mehta ha ejercido su influencia sobre McEwan, pero observo que este autor tiene una clara preferencia por los títulos cortos: Amsterdam, Sábado, Solar... Digamos de paso que la economía en los títulos es más propia de los autores anglosajones que de los hispánicos; en castellano el sustantivo suele ir acompañado de su correspondiente artículo.
Sospecho que como reacción a esta moda de los títulos cortos, algunos posmodernos se han pasado al extremo contrario. Así, los años noventa y los primeros 2000 han visto florecer títulos extra-largos como Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer o El curioso incidente del perro a medianoche. Un repaso a las listas de bestsellers más recientes dan como resultado un título que se lleva la palma en cuanto a longitud: Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven, de Albert Espinosa. Se diría que quiere contarnos la novela entera en la cubierta.

Carmen Laforet

martes, 8 de mayo de 2012

HISTORIAS DE BERLÍN

Georg Grosz, Berlinszene
Cuando abrir los periódicos da miedo y poner las noticias en viernes, pavor. Cuando tus hijos corren el peligro de quedarse sin cobertura sanitaria si al acabar la carrera no encuentran un trabajo (con un paro juvenil del 50%). Cuando a tu vecino, médico, le han despedido sin más de la privada después de 18 años trabajando en el mismo sitio. Cuando el barrio se llena de carteles de "En venta" y "Se alquila" y de persianas bajadas. Cuando proliferan las tiendas de venta de oro y, lo que es peor, algunas ponen el cartel de "Se hacen empeños sobre joyas"... Es el momento de volver la mirada a aquellos tiempos oscuros. Porque nadie nos garantiza que los actuales no vayan a ser igual.
Christopher Isherwood vivió los primeros años de la década de 1930 en Berlín, una ciudad azotada por la hiperinflación, amenazada por el ascenso del nazismo, donde los valores más sólidos parecían derrumbarse. La gente se limitaba a sobrevivir, porque ya no tenía futuro. Como le ocurre a la patrona de pensión retratada en su Diario berlinés, que pasó de tener criada y veranear en el Báltico a no tener siquiera habitación propia: "Duerme en el cuarto de estar, detrás de un biombo, en un sofá con los muelles rotos (...) Para ir al baño, los huéspedes que viven del lado de la calle tienen que pasar por allí, así que fräulein Schröder se despierta muy a menudo por la noche". Los relatos reunidos en Historias de Berlín se publicaron entre 1935 (Mr Norris cambia de tren) y 1939 (Adiós a Berlín); este último daría lugar a una obra de teatro, I Am a Camera, que a su vez sería llevada al cine en la exitosa Cabaret. ¿Quién no recuerda a Liza Minelli como Sally Bowles? Pero el Berlín de Hollywood, aunque con sus ribetes de sordidez, era jauja comparado con el cuadro que pinta Isherwood. En esta especie de memorias ficcionalizadas -un género con el que se anticipó a su época-, Christopher Isherwood  repasa en una serie de relatos interconectados sus relaciones con diversos personajes: su patrona, fräulein Schröder, la excéntrica Sally Bowles, la rica heredera judía Nathalie Landauer, Peter y Otto, una pareja de homosexuales y toda una fauna de tipos mas o menos marginados, más o menos en el límite de lo legal, todos ellos aferrándose con uñas y dientes al convencimiento de que las cosas van a mejorar. Pero no.   

Las obras de Grosz retratan como nadie
el Berlín de la época
Cuando la situación se hace insostenible, Isherwood toma la decisión de regresar a Londres. Su patrona está inconsolable y no entiende el motivo de su partida. "No serviría de nada explicárselo, ni hablar de política -dice Isherwood-. Ha empezada a adaptarse al nuevo régimen, lo mismo que siempre se adaptará a cualquier otro. Esta mañana incluso la oí hablar respetuosamente del Führer con la portera. Si alguien le recordase que en las elecciones de noviembre votó comunista lo negaría furiosa, y con perfecta buena fe (...) Miles de personas, como fräulein Schröder, están aclimatándose. Al fin y al cabo, gobierne quien gobierne, están condenados a vivir en esta ciudad."
Va bien releer estas cosas, para no caer en la tentación de aclimatarse.

Cubierta de la edición inglesa,
me gusta especialmente la foto y esa combinación de tipografías

viernes, 4 de mayo de 2012

LOS BESTSELLERS EN LA ANTIGÜEDAD

Una librería romana
"Plus ça change, plus c'est la même chose" (Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo), dice un proverbio francés. Se podría aplicar de maravilla a los usos y costumbres del mercado literario, que a pesar de los siglos transcurridos, sigue en muchos aspectos igualito que en tiempos de los romanos. Lo demuestra un interesante artículo de Mary Beard -ilustre clasicista cuyo blog, una verdadera delicia además de un pozo de ciencia, recomiendo vivamente- que expone cuál era la situación de escritores y lectores en aquellos tiempos remotos. Al menos los ejemplos que cita suenan muy actuales.
Así, Marcial, el poeta del siglo I, se quejaba amargamente de que "Mi libro lo hojean los soldados en sus destinos de ultramar, e incluso en Gran Bretaña la gente cita mis palabras. ¿De qué me sirve? Con ello no gano ni un centavo." La piratería, esa lacra, también se daba en tiempos de los romanos. Claro que era más trabajosa, ya que todo había de copiarse a mano, pero para eso estaban los batallones de copistas. Añádase que el concepto de propiedad intelectual no existía y que el autor que no disponía de fortuna propia o de un mecenas que subvencionase sus gastos debía conformarse con la suma que el librero le ofrecía por el copiado de su obra. Pero, como ocurre hoy con Internet, una vez esas obras salían de casa del librero, resultaba imposible controlar cuántas copias se hacían de esas copias. Cierto que el "libro" de aquella época era muy distinto del actual: se leía en "rollos", largas tiras de papiro enrolladas alrededor de dos varillas de madera, una en cada extremo. Para leer la obra en cuestión, se desenrollaba el papiro de la varilla izquierda hacia la derecha, dejando una "página" extendida entre las dos. Se consideraba el colmo de la mala educación dejar el texto enrollado en la varilla derecha una vez leído, ya que el siguiente lector debía rebobinarlo hasta el comienzo para encontrar la página que llevaba el título. A mí esto me recuerda a lo que pasaba con las casetes, o con los videos VHS, y lo enojoso que era cuando el usuario anterior no se había tomado la molestia de rebobinar la cinta. En estos rollos, desde luego, era mucho más difícil buscar la página donde se encontraba determinada referencia, al contrario de los libros, donde hojear hacia adelante o hacia atrás es rápido y sencillo. Claro que lo mismo ocurre con el Kindle, por ejemplo (una de las cosas que más me irritan es que tengo que darle no sé cuantas veces al dichoso botoncito para repasar algo que me llamó la atención unas páginas antes).  


Pero, salvando estas diferencias, la vida literaria se parecía mucho a la actual. En Roma, las librerías se agrupaban en determinadas calles y solían tener sus puertas (no dice si existía algo parecido a un escaparate) empapeladas con avisos, elogios y citas de las obras que vendían. Es obvio que ya habían inventado el marketing. Los precios variaban según la calidad de la copia, y el peligro que se corría con las gangas era que podían estar plagadas de errores e, incluso, parecerse bastante poco al original.
También existían las presentaciones de libros, una actividad al parecer casi tan común como en nuestros días, ya que Plinio se quejaba de que en Roma "casi no había un día de abril en que alguien no ofreciera una lectura" y de que los pobres autores tenían que soportar que su público fuera exiguo y en su mayor parte se escapara antes del final. Sospecho pues que las presentaciones ya entonces sólo servían, como ahora, para contentar al autor, que podía invitar a parientes y amigos y pavonearse ante ellos de sus dotes literarias.
Pero, como bien argumenta Mary Beard en la conclusión de su artículo, aunque esos autores de la Antigüedad no se hiciesen ricos con sus obras, tienen la virtud de haber escrito algunos de los bestsellers más duraderos de la historia. Platón, dice, es el filósofo que más ha vendido en el mundo, mientras que Horacio y Virgilio pueden rivalizar tranquilamente con cualquiera de los autores mejor situados en el ranking de Amazon, por ejemplo.Tienen en fama y gloria todo lo que no consiguieron en derechos de autor. ¿Qué podrán decir Stieg Larson o J.F. Rowling dentro de dos mil años?

martes, 1 de mayo de 2012

WANDERLUST

El inicio del buen tiempo, el estallido de la primavera en árboles y veredas, traen consigo aires de "Wanderlust". Es esta una palabra alemana -aunque adoptada también por el inglés desde 1902- compuesta de dos vocablos: el verbo wandern, pasear, hacer camino, y el sustantivo Lust, deseo. Wanderlust es pues ese deseo irrefrenable de lanzarse a los caminos, de ver el mundo y de experimentarlo. Debo aclarar ante todo, para los anglófonos, que la acepción inglesa de la palabra tiene un matiz algo distinto que la alemana original. Si para los ingleses wanderlust indica el deseo de conocer otros parajes distintos de los familiares, un deseo de aventura exótica en suma, su versión alemana está más ligada al concepto de vagabundeo y va estrechamente unida a una tradición con raíces medievales, la de los aprendices. Según las estrictas normas de los gremios que gobernaron la artesanía y la primitiva industria europea, para aprender un oficio era preciso permanecer un determinado número de años como aprendiz de un maestro. Durante este tiempo, el aprendiz no cobraba y vivía en casa del maestro. Una vez transcurrido el tiempo requerido y superadas las pruebas, los jóvenes no podían establecerse aún por su cuenta, sino que debían adquirir experiencia trabajando para otros. Muchos optaban por convertirse en trabajadores itinerantes, y de este modo se consolidó una tradición que se mantuvo viva durante varios siglos. Estos "años de peregrinaje" se regían por una serie de reglas; entre otras, ser soltero y sin deudas, no poseer ningún medio de locomoción propio, no aproximarse a menos de 50 km del lugar de partida, así como guardar buen comportamiento. Estos jóvenes itinerantes adoptaron una vestimenta peculiar y a partir de cierto momento se impuso que llevasen consigo un libro que debían sellarles en las localidades que visitaban. Aunque esta tradición declinó a partir de principios del siglo XX, ha dejado su huella. Los románticos en especial convirtieron este modo de vida en una especie de ideal: jóvenes, sin ataduras, en contacto con la naturaleza... Goethe los retrató en su novela Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, George Sand escribió también un libro sobre la versión francesa de estos peregrinos, Le Compagnon du Tour de France.


El Wanderlust aparece también en un conocido poema de Wilhelm Müller, que se hizo aún más famoso gracias a que Franz Schubert le puso música y lo convirtió en uno de los ciclos de lieder más representados en todo el mundo, Die schöne Müllerin (La bella molinera). Hoy en día, la canción "Das wandern ist des Müllers Lust", primera del ciclo, forma parte del folclore y es frecuente cantarla en las excursiones. En el siglo XX, con la industrialización y las guerras mundiales, la tradición se perdió, aunque en zonas rurales, sobre todo, quedaron restos de ella. Así, cuando a principios de los años treinta Patrick Leigh Fermor emprendió su viaje a pie por Europa -que tan magistralmente relata en El tiempo de los regalos- descubrió que persistía la norma de proporcionar cobijo y alimento a estos jóvenes peregrinos, que solían llevar un bastón peculiar (él mismo se hizo con uno, que luego le robaron). Modernamente, ha habido algunos intentos -más folclóricos que otra cosa- de resucitar esta tradición. Una manera de ver mundo, desde luego.
A mí, aunque no soy joven, ni aprendiz, estos hermosos días de mayo también me provocan un ataque de Wanderlust. Será cuestión de calzarme unas botas y comenzar a cantar "Das wandern, das wandern...".

Modernos peregrinos.
Aquí se puede ver el bastón.