John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

viernes, 27 de abril de 2012

EL LIBRO COMO ESCENOGRAFÍA

Hace casi exactamente un año -aunque juro que ha sido casualidad que haya retornado a este tema- hablé en otra entrada de esa notable artista del papel que es Su Blackwell, cuyas esculturas hechas a partir de libros, e inspiradas por ellos (a diferencia de otros artistas que también emplean los libros como base de sus creaciones), muestran un fascinante aliento poético. Algunos ejemplos, a cual más libresco:
El té de Alicia
El barón rampante (detalle)

El mundo de Narnia
O el de Cumbres borrascosas (escultura adquirida por el
Brontë Parsonage de Haworth)

Teniendo en cuenta sus dotes para crear tan encantadores mundos de fantasía, no era raro que se fijaran en ella otras disciplinas, como el teatro. Concretamente para crear la esceneografía de una obra basada en un cuento de Hans Christian Andersen, La reina de las nieves (The Snow Queen). No cabe duda de que el talento de Su Blackwell era el idóneo para dotar a esta obra de una atmósfera adecuada. La artista ha empleado para ello un sistema similar al utilizado para sus esculturas librescas, aunque a gran escala. Así, el decorado se llena de letras, y el cuento se representa sobre el escenario, pero también parece leerse sobre los árboles o las farolas que constituyen su decorado. Una propuesta muy evocadora. Estoy segura de que pronto veremos su talento aplicado a otras producciones.



martes, 24 de abril de 2012

EN LATÍN, POR FAVOR

Fotograma de la serie Roma
No hay duda. La Antigüedad está de moda. Ya sé que el latín -y no hablemos del griego- ha desaparecido prácticamente de los planes de estudio, y que a los niños que hoy ocupan las aulas en este país pronto les sonará más chino el latín que el propio chino, que en cambio parece que es el idioma del futuro. Paradójicamente, mientras por un lado la sociedad moderna pretende que las lenguas y la cultura clásica son un lastre inútil, por otro se hace patente que esos conocimientos tan alegremente desechados por anticuados e inservibles son en cambio esenciales para el hombre moderno. Y muy atractivos. Miles de jóvenes y no tan jóvenes que no sabrían declinar rosa,rosae (ni menos qué cosa sea eso de una declinación: pobres, cuando quieran ir a trabajar a Alemania se las van a encontrar hasta en la sopa) pasan horas jugando a God of War y siguen con fervor series como Roma. Quizá porque cada vez es patrimonio de un grupo social más reducido, el latín se ha convertido en una lengua de prestigio. En la ciencia, donde las parejas recurren a la fecundación in vitro, pero también en las competiciones deportivas, donde muchos partidos se ganan in extremis, o en la gastronomía, donde los vinos saben mejor si proceden de un magnum que de una botella normal. Estos ejemplos, y muchos otros, presentados de manera ágil y siempre con un punto de humor, ha recogido la Editorial Ariel en un libro de reciente publicación titulado Peccata minuta, Expresiones y frases latinas para el siglo XXI. Origen, uso y curiosidades. Una iniciativa que más de uno agradecerá, porque, a nada que nos fijemos, el lenguaje cotidiano está trufado de expresiones en latín, y si uno tiene un lapsus linguae, no es cuestión de que se quede in albis. No son los únicos que han sabido ver esta necesidad. La estupenda editorial francesa Les Belles Lettres -conocida por sus cuidadas ediciones de clásicos griegos y latinos- lanzó hace poco una colección que está haciendo furor entre los jóvenes. Son selecciones de textos que nos acercan a aspectos quizá menos conocidos, pero muy atractivos, del mundo clásico: como Exit!, que se ocupa de los excluidos y marginales, Odeurs antiques, que se recupera los olores de la Antigüedad (¡buenos y malos!), o Hocus Pocus (no, eso no lo inventó Harry Potter), que nos introduce en el mundo de la brujería, los sortilegios y el mal de ojo. Vade retro!

sábado, 21 de abril de 2012

MEQUINENZA, EL PUEBLO SUMERGIDO

Bajos estas aguas descansa la Mequinenza de Jesús Moncada
Que un pueblo, con su historia, su complejo entramado físico y social y los recuerdos que atesoran sus piedras, pueda desaparecer de la noche a la mañana engullido por las aguas, es un tema que atrae poderosamente a la imaginación. Eso es lo que le ocurrió al pueblo que vio nacer a Jesús Moncada en 1941, Mequinenza, y se convirtió en tema central de novela Camí de sirga (Camino de sirga). Pero un destino parecido ha corrido el propio autor quien, muerto en 2005,  después de haber cosechado los máximos galardones de la literatura catalana -y también de la castellana, pues Camino de sirga recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1989- parece haber sido sepultado por las aguas del olvido. Por eso, y aprovechando que se aproxima el Día del Libro (Sant Jordi aquí en Cataluña, una de las fiestas más auténticas y bonitas del año) quiero recomendar este libro, memoria de un mundo perdido que, si hubiese sido escrito por un autor centroeuropeo -y su prosa precisa, evocadora, sus observaciones salpicadas por rasgos de humor tienen algo de centroeuropeo- estoy segura de que hubiese conocido entre nosotros mejor fortuna.
La Mequinenza que un buen día fue borrada del mapa por los planificadores franquistas de pantanos constituía un mundo abigarrado, con mucho carácter: su riqueza estuvo en las minas de lignito y en la navegación fluvial, en un territorio salpicado de huertas, pequeños núcleos ganaderos y abundante caza. Dos ríos, el Ebro y el Segre, unían Mequinenza con los centros de actividad comercial, y en esta confluencia, asentado en las dos orillas, el pueblo había visto transcurrir los siglos con una inmutabilidad únicamente alterada por las guerras y los cambios políticos. Todo esto lo recupera el relato de Moncada, una novela coral, en la que las historias de los distintos habitantes del pueblo se se solapan y complementan unas a otras, formando un mosaico que nos deja vislumbrar cómo fue la vida en las calles, las casas y los cafés de aquel pueblo hoy desaparecido. Es indudable que Moncada vivió la pérdida de su pueblo como una tragedia personal. Camino de sirga es ante todo una novela sobre la memoria, sobre la imposibilidad de devolver a la vida ese conjunto de gentes y de piedras donde se asentaban sus recuerdos de infancia. Aunque el caso de Mequinenza es particular, la tragedia del paso del tiempo, que todo lo borra, afecta a todos los humanos en mayor o menor medida. De ahí arranca la vigencia y la universalidad de la obra de Moncada.
Además de Camino de sirga, Moncada es autor de otra novela, La galería de las estatuas y de numerosas narraciones. Quien haya disfrutado con Camino de sirga gustará también de Calaveras atónitas, un conjunto de relatos que tienen lugar, de nuevo, en Mequinenza, pasada la Guerra Civil.

La Mequinenza antigua.
Más fotos aquí

martes, 17 de abril de 2012

JANE AUSTEN, EN FRANCÉS


"Traduttore, tradittore", reza el famoso dicho. Al volcar un texto a otro idioma, es inevitable que algo se altere. En el peor de los casos, algo se pierde; en el mejor (y raro), algo se gana. Por lo general, esas "traiciones" se deben más a la poca pericia del traductor que a un designio voluntario. Pero no siempre. Sirva de ejemplo el divertido caso -divertido, se entiende, visto con la debida perspectiva histórica- de una de las primeras traductoras al francés de las obras de Jane Austen, Isabelle de Montolieu (1715-1832). A esta escritora y traductora suiza, admiradora de Rousseau, amiga de Edward Gibbon y autora de novelas sentimentales de éxito, como Caroline de Litchfield, le debemos una temprana traducción de Sense and Sensibility al francés (1815), titulada Raison et sentiments, ou Les Deux Manières d'Aimer. En su prólogo a esta traducción, donde entre otras cosas nos informa de que aunque  la edición inglesa no menciona el nombre del autor, ella supone que se trata de una mujer, nos advierte de lo siguiente: "He traducido con bastante fidelidad, a excepción del final, donde me he permitido, siguiendo mi costumbre, algunos ligeros cambios, que he creído necesarios. Este género parece de entrada muy fácil de traducir, por la gran simplicidad de su estilo; pero por eso mismo, creo que podría convertirse fácilmente en aburrido y pesado. Es mi deseo haber evitado estos dos obstáculos...". En efecto, la buena señora Montolieu debía encontrar que el estilo y la trama de Austen no casaban con los gustos franceses, y ni corta ni perezosa procedió a convertir la obra de Austen en una novela sentimental al uso. Ya Mme. de Staël, hablando de Pride and Prejudice, encontraba que la novela era vulgar, porque hablaba de dinero y de matrimonio. Las novelas debían tratar de sentimientos, de pasiones y no evocar los aspectos menos agradables del mundo real. Parece que Mme Montolieu pensaba lo mismo, porque convirtió a Marianne -a quien ella bautiza como Maria, lo de Marianne quizá evocaba demasiado a la tan reciente Revolución Francesa- en un personaje soñador y melancólico, que anda por ahí con aire abatido. Por ejemplo, se inventa un escena en que, al encontrarse con Eliza y su bebé (hijo de Willoughby), Maria se desmaya. También se deshace de Miss Grey (que en la novela de Austen se convierte en Mrs. Willoughby) y hace que Willoughby pida la mano de Maria. Ante el rechazo de ésta, casa a Willoughby con Eliza, su pupila. Isabelle de Montolieu tradujo asimismo Persuasion, que apareció como La Famille Elliot, ou L'Ancienne Inclination, "traducción libre del inglés de una novela póstuma de Miss Jane Austen". Por desgracia, no he encontrado referencia de exactamente cuántas libertades se toma con esta novela. Aunque si empleó el mismo criterio que con la anterior, seguramente serían bastantes.
No hace falta decir que ni Jane Austen ni su editor fueron consultados acerca de estas versiones, ni vieron un céntimo en concepto de derechos de autor. Eran otros tiempos, desde luego. Ambas versiones libres de Austen fueron recogidas en las Obras completas de Mme Montolieu. Con cierto merecimiento, ya que había tomado parte en su autoría.
Recientemente (1996), en Francia se reeditó la traducción de Raison et Sentiments de Isabelle de Montolieu (a la que corresponde la cubierta que ilustra esta entrada). En algún lugar he visto mencionado que los editores han procedido a revisarla para eliminar las aportaciones originales de la traductora. A estas alturas, me parece una lástima. Puesto que ya existen muchas otras traducciones fieles al francés de esta obra de Austen, tendría mucho más interés ver cómo Mme. Montolieu la adaptó al gusto de la época.

Willoughby y Marianne en la adaptación cinematográfica
que dirigió Ang Lee

sábado, 14 de abril de 2012

LOS LIBROS Y EL SOBRINO DE SIGMUND FREUD

Edward L. Bernays,sobrino de Freud y
genio de las relaciones públicas
Nos vemos asaltados diariamente por noticias de cierres de librerías, descenso de las ventas, polémicas en torno al precio del libro en papel y el libro electrónico... en suma, no cabe duda de que el mundo del libro -y no sólo él- está pasando por una fase de cambios y convulsiones. Es cierto que el libro digital es un desarrollo tecnológico importante, y que su irrupción explica en parte tanta agitación. Habrá que ver a dónde conduce todo esto. Mientras tanto, resulta interesante volver la vista atrás, a un momento histórico que guarda bastantes paralelismos con el nuestro. Lo que sigue es una historia protagonizada por los libros, el crash 1929 y el sobrino de Sigmund Freud. Durante los boyantes y optimistas años veinte, la industria del libro experimentó con nuevas formas de producción y distribución. Los periódicos ampliaron sus secciones dedicadas a la crítica de libros, los nuevos medios como la radio empezaron a hacerse eco de noticias literarias y los editores -hablamos sobre todo de Estados Unidos, donde transcurre esta historia, pero algo similar ocurría en Europa- se atrevieron a promocionar sus libros a través de anuncios de prensa, vallas publicitarias e, incluso, Alfred A. Knopf alquiló una serie de hombres-anuncio que se paseaban por las calles de Nueva York promocionando sus últimas novedades. Florecieron también nuevos canales de distribución, como los clubs del libro que, aprovechando las ventajas de contar con una nutrida base de suscriptores, conseguían rebajar notablemente el precio de los libros. Cuando llegó el crash de 1929 y la consiguiente crisis económica, algunos editores creyeron que la solución para el descenso en las ventas estaba en abaratar precios, y un grupo de ellos anunció que vendería sus novedades a un dólar (por aquel entonces, el precio de una novedad editorial estaba entre los 2,50 y los 3,50 dólares).  Esta iniciativa generó gran controversia, desde los que la saludaron como una manera de ganar nuevos lectores en unos momentos económicamente difíciles, hasta los que afirmaban -como el distinguido crítico H. L. Mencken- que con esos precios el margen de beneficios de las librerías caería en picado y eso conduciría a su sustitución por otros puntos de venta, como grandes almacenes o bazares (¿les suena?). Según Mencken "Comprar libros dejará de ser la agradable aventura que has sido desde la invención de la imprenta; en vez de eso, se convertirá en una especie de vulgar shopping." El economista Henry Hazlitt aventuró otra hipótesis que también suena familiar: "Si hoy un editor que quiere evitar pérdidas debe asegurarse de que un libro venda al menos 2.500 ejemplares, a partir de ahora tendrá que empezar por pensar en un mínimo de 5.000 a 6.500 (...) Es posible que la iniciativa de "dólar por libro" convierta la edición en una especie de Hollywood." Mientras se desarrollaba esta polémica, otro grupo de editores, encabezado por Alfred A. Knopf, decidió contratar al gurú de las relaciones públicas Edward L. Bernays para contrarrestar los posibles estragos de esta iniciativa.

Cubierta de 1928 de una de las obras
capitales de Bernays
Nacido en Viena en 1891 y nada menos que doble sobrino de Sigmund Freud (su padre era hermano de la mujer de Freud y su madre, hermana de éste), emigró de niño con su familia a Estados Unidos, donde desarrollaría una exitosa carrera como pionero de las relaciones públicas y la propaganda. Aplicó, cómo no, las teorías de su famoso tío a la manipulación de masas, un arte que él consideraba "un elemento importante en una sociedad democrática", porque "en un mundo tan complejo [como el de principios del siglo XX] el individuo es incapaz de tomar decisiones informadas". La campaña que Bernays organizó en respuesta al encargo de los editores fue intensa y tuvo muchos aspectos -a quien quiera conocerla en detalle, le recomiendo este artículo de Ann Haugland, de donde he sacado la mayor parte de la información para esta entrada-, aunque no muy dilatada en el tiempo. Consiguió crear un organismo -en apariencia independiente, pero en realidad financiado por sus clientes-, el Book Publishers Research Institute, que se dedicaba a realizar estudios y emitir comunicados demostrando lo muy perjudicial que resultaría la medida de rebajar tanto los libros. También se dirigió a organismos estatales, vinculando la estabilidad de la industria del libro con el progreso de la educación. Asimismo, propuso a los gobernadores de los diferentes estados una serie de medidas de promoción de la lectura, casi como deber patriótico, puesto que "el nivel cultural de los americanos no estaba a la altura de su progreso industrial y económico". Finalmente, intentó tomar medidas para acabar con dos problemas que, a juicio de los editores, eran un obstáculo para el aumento de sus ventas: los libros usados y los libros prestados. El "problema de los libros usados" residía en que, dado que el espacio en las estanterías de los hogares es limitado, una vez se llenaban la gente se inclinaría a no comprar más libros. Por lo tanto, sugirió un plan para crear bibliotecas que se nutrirían de los ejemplares que los particulares donarían, dejando de este modo en sus casas lugar para nuevas adquisiciones. En cuanto al "problema de los libros prestados", hábito pernicioso que hacía disminuir las ventas potenciales de un libro al permitir que el mismo ejemplar sirviese para varios lectores, lanzó a través del Instituto una campaña para denigrar esta costumbre que, entre otras cosas, convocó un concurso para buscar una palabra -de tinte peyorativo, faltaría más- que designase a quienes la practicasen. La ganadora fue "booksneaf", un neologismo que, desgraciadamente para Bernays, no cuajó. La cuestión es que, ya fuese a consecuencia de los esfuerzos de Bernays o por otras razones, para 1931 la iniciativa de los libros rebajados había desaparecido.
Una historia que a mí me parece curiosa e instructiva. Y con unos argumentos y contraargumentos que no puedo evitar que me recuerden a los que hoy se emplean en un contexto similar. De momento, no puedo evitar que me moleste mucho no poder prestar a un amigo los libros que he comprado legalmente y que guardo en mi Kindle. Será que a los editores les sigue preocupando el "problema de los libros prestados".

martes, 10 de abril de 2012

JUEGO DE IDENTIDADES (III)

Patrick O'Brian
Estos días de descanso parecen haberme dejado sin inspiración, ¿de qué hablar hoy? Lo mejor será recurrir uno de mis comodines favoritos, los falsos nombres, ese juego de identidades al que tan aficionados son los escritores y que tantas sabrosas anéctodas proporciona. Tras los capítulos anteriores dedicados a este tema, les toca hoy el turno a un par de falsarios que comparten alguna característica. Ante todo, son dos escritores como la copa de un pino, para mi gusto no suficientemente apreciados porque se dedicaron a la literatura de género, que ya sabemos que suele ser ninguneada por la crítica. Me refiero a los señores Salvatore Lombino y Richard Patrick Russ. ¿Cómo? ¿Que no les suenan de nada? Naturalmente, porque ambos escribieron bajo otro nombre: se trata de Evan Hunter y Patrick O'Brian, respectivamente. Pero su vínculo principal reside en que esos nombres no eran simples seudónimos. Tanto Hunter como O'Brian se cambiaron el nombre legalmente; el primero, por razones que en apariencia no tuvieron mucho que ver con su actividad literaria; el segundo, porque sus editores le dijeron que venderían más ejemplares con un nombre de resonancias anglosajonas que con el suyo propio, de raíz italiana (eran los años cincuenta, señores).  Según uno de sus biógrafos, Dean H. King, O'Brian se cambió el nombre en 1945 tras haber colaborado con el servicio de inteligencia británico -en plata, haber hecho de espía- durante la Segunda Guerra Mundial. Ese cambio de nombre le sirvió también para dejar atrás un matrimonio fallido (para entonces ya mantenía relaciones con la que sería su segunda esposa, Mary), pero al mismo tiempo le obligó a abandonar una prometedora y precoz carrera como novelista; de hecho, su primera novela, The Snow-Leopard, la publicó cuando contaba sólo diecisiséis años. Mientras que O'Brian sería ya fiel a su nuevo nombre para el resto de su (nueva) carrera literaria y alcanzaría la fama como el autor de las novelas de aventuras navales de Aubrey-Maturin, el caso de Evan Hunter es algo más complicado. Como Evan Hunter, saltó a la fama con la novela The Blackboard Jungle, publicada en 1945, llevada al cine en 1955 bajo el título (en España) de Semilla de maldad. Pero Hunter era un escritor extraordinariamente prolífico y pronto descubrió que sus editores no daban abasto para publicar todo lo que salía de su pluma. Así, durante la década de los cincuenta utilizó varios seudónimos -Curt Cannon, Hunt Collins, Richard Marsten, D.A. Addams, Ted Taine- bajo los que escribió sobre todo relatos y novelas policacos y de ciencia ficción. Pero su seudónimo más famoso -que finalmente eclipsaría incluso a su verdadero/nuevo nombre- surgió en 1956, con la primera de las novelas de lo que se convertiría en la serie de la comisaría del distrito 87: Ed McBain. Como Ed McBain, Hunter escribiría una de las series más originales, auténticas y entretenidas sobre la vida en una comisaría de Nueva York.

Estupendas estas cubiertas originales
Es recomendable leerla por orden, porque sus personajes van creciendo y desarrollándose, aunque en español nunca tuvo mucha suerte y se ha publicado tarde, mal y en absoluto desorden. Una lástima. A partir de ahí, publicaría como McBain las novelas de corte policiaco (a la serie del distrito 87 le siguieron muchas otras, ya he dicho que era un autor prolífico) y como Hunter las de otro tipo, en su mayoría de corte psicológico. McBain llegó a convertirse en un nombre imprescindible del género policiaco. La muy premiada serie televisiva de los ochenta, Hill Street Blues (Canción triste de Hill Street) estaba claramente inspirada en los personajes del distrito 87, de la que copió también el sistema de varias historias paralelas en un mismo episodio. En 2000, supongo que cansado de estar siempre a la sombra de McBain, Evan Hunter publicó una novela, Candyland, escrita "a cuatro manos", es decir, que apareció firmada por Hunter y McBain. La primera parte estaba escrita en el estilo propio de Hunter, mientras que la segunda mostraba la prosa más concisa y eficaz de McBain. El escritor perseguido por su seudónimo, ya ven.

"Tengan cuidado ahí afuera", 
los que conozcan la serie se acordarán

viernes, 6 de abril de 2012

¿QUÉ BUSCAN LOS EDITORES?

Dos de las ediciones de Animal Farm (Rebelión en la granja),
de George Orwell
Hace unos días, hablando de John Kennedy Toole, comentaba que su obra -luego considerada todo un clásico- fue rechazada por innumerables editores. No es, ni mucho menos, un caso raro en los anales de la edición. Creo que no exagero si digo que la mayoría de los escritores han pasado por la experiencia de ver que su manuscrito era rechazado por algún editor (o incluso muchos). Han trascendido y se han hecho populares los casos en que luego, al conseguir por fin ser publicada, la obra se ha convertido en un éxito. Como la saga de Harry Potter, Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach (cuentan que su agente llegó a decirle: “Mira, está claro que no les interesa la historia de una gaviota parlante”), o la famosa negativa de Gallimard a publicar En busca del tiempo perdido de Proust. Lo que demuestra que el rechazo afecta a todos los géneros y niveles del registro literario. Incluso un escritor/editor de la talla de T.S. Eliot rechazó Rebelión en la granja de George Orwell. Estos aparentes disparates -ya que con su rechazo la editorial perdió sustanciosos beneficios- llevan a preguntarse, ¿qué es lo que impulsó a los editores en cuestión a rechazar estas obras? La respuesta fácil es caer en el lugar común de que "los editores no tienen criterio" o "no saben reconocer el genio". Pero, por citar sólo a los dos cuyas identidades conocemos, ni André Gide -lector por aquel entonces en Gallimard- ni Eliot estaban faltos de gusto o de sensibilidad literaria. Entonces, ¿por qué costó tanto que alguien se diera cuenta del valor de estas obras? Vamos a intentar explicarlo y, de paso, iluminar un poco los mecanismos del engranaje editorial. Los ejemplos que hemos citado son en este sentido muy reveladores. En todos los casos se trata de obras que se salen de lo habitual, que no se ajustan a un género o a un molde preestablecido y que, por eso mismo, representaban una incógnita respecto a cómo iban a reaccionar los lectores ante ellas. Los gustos del público lector, como todo, están sujetos a modas, varían según los momentos y las tendencias de la sociedad. La labor del editor -y su negocio, puesto que las editoriales (algunos lo olvidan) necesitan vender libros para seguir existiendo- consiste en detectar esas tendencias y, a ser posible, en anticiparse a ellas. Pero cada libro que se publica supone un riesgo económico, y a nadie le gusta lanzarse al vacío. Porque, ¿cómo convencer a un distribuidor o a un librero de que una historia de una gaviota parlante va a atraer a miles de lectores? ¿O una fábula para adultos protagonizada por animales de granja, cuyo lema es "Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros"? Tampoco el humor que permea La conjura de los necios es fácil de clasificar (mucha gente aún hoy no logra comprender qué gracia tiene). En cuanto a Harry Potter, nadie podía prever que las aventuras de un niño en una escuela para magos, con una extensión excesiva para los parámetros habituales en la literatura infantil, serían devoradas no sólo por millones de jóvenes, sino también por miles de adultos (sus editores ingleses llegaron a lanzar una versión con cubiertas "adultas", porque a algunos lectores les daba apuro que les viesen con un libro para niños entre manos).

La versión adulta de uno de los volúmenes de la serie
La tendencia -eso es muy evidente en los grandes grupos- es a atenerse a lo que "se lleva", a lo que sigue los caminos trillados. Lo que se salga de ellos representa un riesgo, una aventura que a veces es recompensada con el éxito, pero que muy a menudo acaba en estruendoso fracaso y varios miles de ejemplares en los ya atiborrados almacenes del editor. Por suerte para todo el mundo, siempre han habido y sigue habiendo editores dispuestos a jugarse el tipo. Resulta irónico que, una vez consolidado el éxito, a todo el mundo le parezca evidente. Es fácil hablar a toro pasado.

domingo, 1 de abril de 2012

LA CONJURA DE LOS NECIOS

Detalle de la estatua de Ignatius Reilly en
Nueva Orleans (sí, le han dedicado una estatua).
Yo pensaba que todo el mundo conocía a Ignatius J. Reilly. No sé si es cosa generacional o simplemente de frikis, pero durante mucho tiempo en mi círculo de amigos las bromas sobre el patrullero Mancuso se convirtieron  casi un tópico. Reilly y su mundo se habían convertido en más reales que la realidad. La prueba de fuego de un clásico, por otra parte. Me he dado cuenta, para mi sorpresa, de que hay todavía gente -sobre todo los más jóvenes-, que no han oído hablar de ninguno de estos personajes. Es decir, que no han pasado por esa experiencia extraña, maravillosa y muy muy divertida que es leer La conjura de los necios de John  Kennedy Toole. Empezaré por decir lo primero que citan todas las reseñas: que es un libro rechazado por innumerables editoriales y publicado póstumamente gracias a la tenacidad de la madre de Toole. El libro se convirtió en un enorme éxito y le dieron el premio Pulitzer, pero el autor no pudo verlo, porque se había suicidado, sin duda convencido de que sus escritos no le interesaban a nadie. Bueno, pues a pesar de que esa historia tan triste y ejemplar -observen, malignos editores, a lo que conducen sus injustificados rechazos-, la novela rebosa humor e ironía. También tipos muy raros y llenos de obsesiones, empezando por su protagonista, el ínclito Ingnatius J. Reilly, que según manifiesta Walker Percy en su prólogo es "un Oliver Hardy loco, un Don Quijote obeso y un Tomás de Aquino perverso combinados en uno". Una mezcla explosiva. No desvelaré el argumento -que por otra parte es difícilmente resumible-, pero adelantaré (por si la definición anterior no es suficiente) que Ignatius es un apasionado de la escolástica medieval y su autor favorito es Boecio, que cree que al mundo moderno le falta "teología y geometría" y que le encanta la comida basura. También hay otros personajes igualmente excéntricos, como el ya mencionado patrullero Mancuso, una verdadera desgracia para el cuerpo de policía de Nueva Orleans, que se dedica disfrazarse para acechar a los delincuentes, o la sufrida madre de Ignatius, la señora Reilly, que tiene una clara debilidad por el moscatel, amén de un vendedor de perritos calientes frustrado, una psicóloga aficionada (suspendió un curso de psicología por correspondencia) adepta al chantaje y un trío de lesbianas agresivas, por citar sólo algunos. Todos inclasificables, como el propio libro, pero igualmente inolvidables.