John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

miércoles, 31 de agosto de 2011

M. F. K. FISHER, MÁS QUE GASTRONOMÍA

Me gusta comer, disfruto de los platos bien cocinados y bien presentados, de los ingredientes frescos, de los vinos adecuados... pero ante todo -o además, no estoy muy segura- disfruto de la buena literatura sobre comida. Pocas cosas hay más deliciosas que un texto inteligente que hable de comida, pero también de todos los demás placeres de la vida, con toda la sensualidad y el refinamiento verbal que el tema requiere, sin olvidar la necesaria pizca de humor. El mejor ejemplo de este tipo de literatura está probablemente en los escritos de M. F. K Fisher (Mary Frances Kennedy, para quien se pregunte por esas iniciales). Es curioso, pero algunos de los grandes escritores gastronómicos proceden del mundo anglosajón -cuya cocina no alcanza alturas demasiado notables, por decirlo suavemente-, previo paso (o revelación) por la cocina francesa, o mediterránea en general. Es comprensible que, tras una infancia y juventud dominadas por el porridge, el cordero hervido y las verduras sin sabor, el deslumbramiento ante las delicias de un mercado provenzal (por citar sólo una de las muchas posibilidades) provoque una auténtica epifanía. Esto es lo que le ocurrió a la señora Fisher, nacida en 1903 en Michigan; tras contraer matrimonio con Alfred Fisher en 1928, ambos se instalaron en Dijon, donde el primero completaría su doctorado y Mary descubriría la "comida de verdad" y aprendería a cocinar platos refinados en su sencillez incluso sobre un fogón electrico en una buhardilla sin cocina. En 1937 publicó su primer libro, una mezcla deliciosa e inclasificable de autobiografía, libro de viajes y recetario gastronómico, pero ante todo una pieza literaria muy notable, Sírvase de inmediato (Serve it Forth). W.H. Auden la elogiaría diciendo que "no conozco en Estados Unidos a nadie que escriba mejor que ella". Luego, escribiría muchos más, entre ellos el muy divertido How to Cook a Wolf (1942), donde aporta recetas adecuadas para los tiempos de escasez de la guerra.  La vida de Mary fue bastante agitada: se casó varias veces, vivió en diversos lugares de Francia, de Suiza y de California, tradujo al inglés la gran biblia gastronómica francesa de Brillat-Savarin, la Fisiología del gusto, durante un tiempo trabajó como guionista en Hollywood y, sobre todo, escribió mucho y muy bien sobre comida, vino, amistad y otros placeres esenciales de la vida. Lamentablemente, de ella no se ha publicado mucho en España*, y me temo que incluso esos pocos libros no sean fáciles de encontrar. Pero inténtenlo, vale la pena.


Foto de Deb Beroset/Zesty Artista

*De acuerdo con el ISBN, las obras traducidas al castellano de M. F. K. Fisher son:
Sírvase de inmediato (1991)
Ostras (1992)
No ahora, sino "ahora" (1993)
Un alfabeto para gourmets (1993)
todas ellas publicadas por Anaya & Mario Muchnik, una editorial ya desaparecida.

domingo, 28 de agosto de 2011

IMPRESIONES DANUBIANAS


El Danubio, en Budapest

De vuelta, muy a mi pesar, de mis vacaciones. Poco a poco, espero ir retomando mi blog, que estos días andaba descuidado, porque aunque las nuevas tecnologías ayudan, mi condición itinerante dificultaba cualquier cosa que fuese más allá de asomarse de vez en cuando y leer las nuevas entradas de los blogs amigos y sus comentarios. Regreso con un montón de impresiones, imágenes e ideas, que no sé si alcanzarán a plasmarse aquí. Me va a faltar tanto tiempo como espacio, porque no es cuestión de aburrir a los lectores con el relato pormenorizado de mis viajes. El de este año ha sido un recorrido peculiar. Parte del mismo venía impuesto por un compromiso familiar que debía llevarnos al sudeste de Alemania. Por una feliz coincidencia, la ruta obligada pasaba por un par de ciudades a orillas del Danubio y a partir de ahí no fue difícil convertir el viaje en un recorrido danubiano, al menos por la sección del Danubio que atraviesa Alemania. Adoro los grandes ríos europeos -tan distintos de esos hilillos de agua a los que aquí tomamos por ríos-, esas corrientes poderosas que surcan las grandes llanuras haciendo meandros, nexos de unión física y cultural. Entre ellos el Danubio ocupa un lugar destacado, algo lógico ya que con sus más de 2.800 kms es el segundo río más largo de Europa, después del Volga. Desde que, hace unos años, lo recorrí en barco desde Budapest a Bratislava, me quedaron ganas de reencontrarme con él, y ésta ha sido -medio por casualidad- la ocasión perfecta. Con el recuerdo muy presente tanto del libro de Claudio Magris como del relato de las andanzas de Patrick Leigh Fermor por esos lares, he visitado tantos rincones del río como me ha sido posible y me deleitado con sus paisajes, con las ciudades que han crecido a sus orillas y con la cultura que el río ha contribuido a difundir. Porque el río ha servido varias veces de frontera entre civilizaciones. Durante el Imperio romano actuaba como barrera de las tribus bárbaras del Norte y servía al mismo tiempo como ruta para abastecer a las guarniciones allí destacadas. Siglos después, los turcos utilizaron esta misma ruta para invadir Europa, hasta llegar a la puertas de Viena, donde fueron derrotados en 1529. A partir de entonces, y durante un par de siglos, el Danubio se convertiría de nuevo en frontera política y cultural entre Oriente y Occidente. Por esta zona abundan las iglesias con campanarios rematados por cúpulas en forma de cebolla, ecos sin duda de esa mezcla de civilizaciones.
La abadía de Metten
El río nace, de manera bastante modesta, en Donaueschingen. Al menos, esa es la fuente que el conde de Fürstenberg oficializó al canalizar el manantial que recorría una zona pantanosa y construir junto a él su palacio. No todo el mundo está de acuerdo en que el Danubio parta realmente de aquí - o en que a esta corriente ya se le pueda dar el nombre de este río-, pero ahí queda eso para la Historia.

La fuente del Danubio en Donaueschingen
Y la estatua alegórica que la corona

Pronto va sumando aportaciones de otras corrientes y se hace más y más grande y a partir de Ulm ya es navegable. De hecho, gracias a la conexión con el canal Main/Danubio, es posible alcanzar el Mar del Norte, a través del Rin. Toda una arteria navegable que recorre Europa. Para cuando llega a Ingolstadt ya es un señor río.
El Danubio, a su paso por Ingolstadt
En Deggendorf se le une el Isar, en Regensburg -la romana Ratisbona, nombre que se ha conservado en la versión castellana de esta ciudad cuya silueta está dominada por las dos torres de su espléndida catedral- el Regen y por fin, en su última parada en tierras germanas, en Passau, las aguas verdosas del Danubio -no es azul por aquí, por más que lo dijera Johann Strauss- se mezclan con las casi negras del pequeño Ilz, que viene de los bosques de Bohemia, y con las mucho más turbias y blanquecinas del Inn. Ver cómo se entrecruzan estas tres corrientes y el juego de colores que producen sus aguas es un espectáculo que vale la pena. En la otra orilla de este Danubio aumentado se vislumbran ya tierras austríacas.

Passau: a la izquierda el Inn, a la derecha, el Danubio
Claro que "la ciudad de los tres ríos", como la llaman en las guías turísticas en un alarde de originalidad, ha tenido que pagar más de una vez el peaje de estar rodeada de tanta agua: en la pared de su ayuntamiento se pueden ver las marcas de hasta donde llegó el agua en las sucesivas inundaciones que afectaron a la ciudad, la más reciente de ellas en 2002.
Esta ciudad, con un precioso centro barroco, alberga en su catedral el órgano más grande de Europa, con más de 17.000 tubos. Cada día a las 12 es posible asistir a un pequeño concierto en el que se hace evidente la potencia y diversidad de registros de este prodigioso instrumento.

El órgano de la catedral de Passau
La biblioteca de Passau
Casi mejor que la iglesia barroca y su órgano es la adyacente residencia del obispo -los obispos de Passau fueron hasta bien entrado el siglo XIX los amos y señores de Passau y su región, lo que les permitió alcanzar una prosperidad que se refleja en este edificio-, con su escalinata y su biblioteca rococó. Una preciosidad. Para los latinos, más acostumbrados a la severidad e incluso el dramatismo de nuestros santos barrocos, resulta chocante contemplar esos putti regordetes y juguetones que adornan tanto edificios oficiales como iglesias, esos rosas, blancos y dorados y tantísima luz. Una forma mucho más alegre de contemplar la vida y la religión.


Detalle del remate de la puerta que da acceso a la biblioteca

miércoles, 10 de agosto de 2011

ERRATAS

Lawrence Durrell
En la divertidísima antología de Lawrence Durrell titulada Antrobus Complete -una colección de relatos y sketches humorísticos en torno al cuerpo diplomático inglés estacionado en un país no determinado de los Balcanes durante los años 30- tiene un relato imprescindible para todos los biblioadictos que somos un tanto maníacos con las erratas, titulado "Frying the Flag", que relata los fallidos y muy graciosos intentos de un par de solteronas para editar un periódico, el Central Balkan Herald, que indefectiblemente -y gracias a la intervención de unos linotipistas que Durrell define como "hirsutos campesinos serbios con grasientos rizos de elfo y manos semejantes a palas" sale siempre lleno de erratas, muchas de las cuales alteran por completo el sentido de las frases.  Así, produce titulares como:

MINISTER FINED FOR KISSING IN PUBIC.
WEDDING BULLS RING OUT FOR PRINCESS.
BRITAINS NEW FLYING-GOAT.

La gracia está en leerlo en su versión original, claro, porque es difícil reflejar su comicidad en otro idioma, aunque la traducción española (lo publicó Tusquets hace años, me temo que debe de estar descatalogado) logra salir bastante airosa del asunto.
Volviendo a las erratas, por irritantes que resulten en los libros publicados, también pueden ser una fuente de divertidas anécdotas. Y, en ocasiones, la rareza de un libro con erratas lo hace incluso más valioso que un ejemplar carente de ellas. En una entrada dedicada a este tema, la web de bibliofilia Bookride cita como ejemplo la  Vulgata de Sixto V de 1590, que apareció tan llena de errores que cuando este papa murió -a los pocos meses- el colegio cardenalicio compró todos los ejemplares que pudo y procedió a destruirlos. Como consecuencia, cualquier ejemplar con errores de esa Biblia saldría hoy al  mercado por sumas astronómicas. Se cuentan otras muchas historias de erratas que han afligido a textos ilustres, como la que sufrió la primera edición de la novela La feria de los discretos, de Pío Baroja, que apareció como La feria de los desiertos. Una Breve historia del ultraísmo argentino salió al mercado como Breve historia del altruismo argentino. Incluso una obra tan conocida como La dama de las camelias, de Dumas, llegó a editarse como La dama de las camellas. O, al menos, eso cuentan por ahí. Para quien quiera más ilustración y ejemplos al respecto, José Esteban recopiló muchos de ellos en su obra Vituperio (y algún elogio) de la errata (2002). Claro que todos sabemos que estas erratas no son obra de los impresores, sino de Titivillus, el demonio que se inventaron los monjes medievales para lograr que los copistas extremasen su atención en el trabajo y evitasen errores. Titivillus recorría los scriptorium buscando errores, pues estaba obligado a encontrar diariamente los suficientes para llenar mil veces su bolsa, una bolsa que luego bajaba al infierno, donde cada pecado era debidamente registrado en un libro con el nombre del monje que lo había cometido, para ser leído el Día del Juicio Final. Aunque es probable que también ese libro contuviese alguna errata.


domingo, 7 de agosto de 2011

LA MUERTE DE CAMUS. UNA TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN

Albert Camus, retratado por Cartier-Bresson
Será porque acabo de leer un grueso y estremecedor tomo titulado Bloodlands. Europe Between Hitler and Stalin, que pone de manifiesto -entre otros muchos horrores-  hasta qué punto la paranoia de Stalin podía conducir a la muerte a miles de personas, pero en estos momentos me hallo especialmente receptiva a una noticia como la publicada por el Corriere della Sera respecto a que la muerte de Camus fue provocada por orden del gobierno soviético. Como todo el mundo sabe, el 4 de enero de 1960, el coche en que viajaba Albert Camus, conducido por el editor Michel Gallimard, sufrió un accidente a las afueras del pueblo de Thoissey, en el centro de Francia. Se dirigían a París desde la Riviera  después de hacer noche en Thoissey, donde celebraron el 18 cumpleaños de Anne Gallimard, la hija de Michel, que les acompañaba  en este viaje junto a su esposa, Janine. Retomaron la ruta después de desayunar y, en un tramo de carretera rectilíneo, sin tráfico y con buena visibilidad, tras una brusca sacudida Michel perdió el control del vehículo, que se estrelló contra un árbol. Camus murió casi en el acto y Michel fallecería unos días después. Irónicamente, Camus tenía en el bolsillo un billete de tren con destino París, que no llegó a usar porque su editor se ofreció a llevarle en coche. Un desgraciado accidente y un caso de mala suerte. Sin embargo, ahora el crítico italiano Giovanni Catelli propone que no sería tal accidente, sino un "encargo" del KGB, que deseaba castigar a Camus por sus críticas a la invasión de Hungría por los tanques soviéticos y por su público apoyo a Boris Pasternak, cuya obra Doctor Zhivago había sido prohibida por el régimen soviético. Parece que esta teoría se apoya sólo en el testimonio de un traductor checo, Jan Zabrana, quien a su vez lo habría oído de "alguien con acceso a numerosas fuentes secretas". Según ha manifestado Oliver Todd, biógrafo de Camus, nada en su investigación en torno a la muerte de Camus hace pensar en una posible intervención soviética. Así que es posible que sólo sea una teoría de la conspiración como otras tantas. Pero, francamente, después de saber cómo las gastaba Stalin*, yo no lo tengo tan claro...

*Una de mi lectoras, Carmen, apunta con acierto que Stalin murió en 1953, de modo que no pudo estar detrás ni de la prohibición de la obra de Pasternak ni del asesinato de Camus. Pero el Corriere della Sera señala al KGB y al ministro Shepilov como inductores. Aún muerto Stalin, los métodos del KGB no eran precisamente inofensivos.

martes, 2 de agosto de 2011

LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO

Edward Gibbon, retratado por
 sir Joshua Reynolds
Vaya por delante que considero que todo momento es bueno para emprender la lectura de este libro. Es más, es un libro que ninguna persona con algo de cultura y sentido del humor (sí, esto puede parecer raro, pero luego lo explico) debería dejar de leer. Aunque, sabedora de que la mayoría de nosotros bibliómanos tenemos una montaña de lecturas pendientes que excede con mucho el tiempo disponible para ello, me atrevo a recomendarlo precisamente ahora, en plena canícula, cuando  -quizás- algunos se animen a hacerle un hueco. Se trata de una obra grande y una gran obra. Fue publicada originalmente en seis volúmenes, entre 1776 y 1789. La enorme, y magistral, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon es un modelo para historiadores, una de las cimas de la historiografía del XVIII y una hija preclara de la Ilustración. Pero es mucho más: es una lectura absorbente y llena de emociones, que nos pasea por los siglos más oscuros del mayor Imperio que ha conocido Occidente de la mano de un guía erudito y ameno a un tiempo, anticlerical furibundo, con grandes dotes para la ironía y  -visto lo que sus investigaciones históricas iban destapando y que va presentando ante sus lectores sin ningún tapujo- con muy pocas ilusiones acerca de la naturaleza humana. Una combinación irresistible.
Una obra excepcional como ésta sólo podía salir de la pluma de alguien excepcional. Edward Gibbon, único hijo superviviente de una familia de siete, siempre fue enfermizo y físicamente contrahecho. Durante su infancia, plagada de enfermedades, no recibió una educación formal, pero dio buena cuenta de la biblioteca de su abuelo, aprendió latín, griego y hebreo y se familiarizó con todos los clásicos. Tras un breve paso por Oxford, su padre lo envió a Lausana, donde contó con un excelente tutor que le enseñó a dar método a sus investigaciones y llegó a dominar el francés hasta el punto de que su primera obra publicada la escribió directamente en este idioma. Allí también trabó una gran amistad con la persona que él consideraba "el hombre más extraordinario de su época", Voltaire. Claro que no sería este el único de sus amigos ilustres, pues Gibbon tuvo la fortuna de tratar a Rousseau, Adam Smith, Oliver Goldsmith o Joshua Reynolds, el pintor, entre otros muchos. En 1764 visitó Roma por primera vez y fue allí, según cuenta él "cuando me encontraba mediando entre las ruinas del Capitolio mientras los frailes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter, cuando surgió por primera vez en mí la idea de escribir sobre la decadencia y caída de la ciudad". Y a ella dedicó los años siguientes, en los que irían apareciendo sucesivamente los seis volúmenes que abarcan la historia del Imperio Romano desde la época de los Antoninos (año 98 d. C.) hasta su fin en 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos. La obra conoció pronto una gran propularidad, a la vez que levantó controversia, porque Gibbon no esconde sus opiniones, y la Iglesia consideró que era "un ataque audaz y artero al cristianismo".
En España  -cosa que no sorprende, dado el talante de su autor- la Historia de Gibbon nunca tuvo una gran difusión. La única traducción completa de la obra fue publicada en 1842, en versión de José Mor Fuentes y la reimprimió en facsímil Turner en 1984 (en 2004, esta misma editorial la reeditó en una versión "revisada" de la traducción de José Mor, que aspira a actualizarla, pero resulta poco lograda). De modo que la versión más accesible para los que no se animen con los tres volúmenes de Penguin en inglés sigue siendo la versión abreviada traducida por Carmen Francí y editada por Alba.
El propio Borges dijo de ella que recorrer sus páginas es "internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas". Si a esto se le añade el ingenio, la fina ironía y los apartes sardónicos de Gibbon, no se puede pedir más. ¿A qué esperan?