John F. Peto

John F. Peto
Cuadro de John F. Peto (detalle)

domingo, 17 de marzo de 2024

DICKENS, PERIODISTA

 

Sospecho que buena parte de los lectores españoles de Dickens se ha formado una idea totalmente errónea acerca de este gran escritor inglés. Es verdad que, durante bastante tiempo, las obras de Dickens tuvieron una presencia escasa en las librerías de nuestro país, limitada en su mayoría a ediciones abreviadas dirigidas al público infantil y juvenil. Tal vez por obra y gracia de algunas adaptaciones cinematográficas, que tienen tendencia a subrayar los aspectos más sentimentales de sus novelas, existía la convicción de que Dickens se especializaba en narraciones lacrimógenas donde básicamente había niños desgraciados que sufrían muchísimo. Me temo que hay gente que aún lo cree. Por supuesto, es muy probable que estas personas no hayan leído ninguna de sus obras, pues todas -incluso las más dramáticas- están impregnadas de un fino sentido del humor. Como otros grandes autores -Cervantes, sin ir más lejos: El Quijote es una de las obras más divertidas que se han escrito-, Dickens posee la habilidad de insertar rasgos de comicidad incluso en los pasajes en apariencia más serios.


El dibujante Phiz, que colaboró estrechamente con Dickens,
supo reflejar muy bien la faceta cómica de sus personajes


En fin, no es de extrañar tanto desconocimiento, ya que solo desde hace más o menos un par de décadas se ha comenzado a tratar su obra con el respeto que merece. 

Ciertamente, la producción de Dickens fue prodigiosa. Sabemos que era un maníaco del trabajo y un insomne crónico, pero aun así cuesta comprender cómo encontró tiempo para hacer todo lo que hizo. Consiguió ser a la vez novelista, dramaturgo, periodista y conferenciante, facetas todas que cultivó además con gran éxito. En los ratos en que no escribía, fue asimismo filántropo, reformista político, infatigable andarín, mago aficionado, director de escena y un montón de cosas más que me dejo. (Solo la magnitud de su correspondencia es mareante: se conservan más de 14.000 cartas suyas, y sin duda no son todas.) Con tantos frentes abiertos, no siempre es fácil seguirle la pista. 

A pesar de que la situación ha mejorado por lo que respecta a sus novelas,  (no puedo por menos que mencionar aquí las excelentes versiones que ha publicado Alba Editorial de algunas de ellas, como David Copperfield) hay facetas fundamentales de este escritor que siguen siendo muy desconocidas. 

Como su ingente labor periodística: Dickens empezó su carrera escribiendo artículos para el Morning Chronicle (que firmaba con el seudónimo de Boz) y siguió practicando el periodismo durante toda su vida, llegando a ser editor, sucesivamente, de dos semanarios, en los que siempre se incluía algún texto suyo. Miles de artículos, en conjunto -ya hemos dicho que Dickens lo hacía todo a lo grande-, dispersos en publicaciones diversas, que los lectores que dominen la lengua de Shakespeare pueden consultar en la plataforma digital Dickens Journals Online (DOJ). (Hablé de ella hace un tiempo en este blog.) Lamentablemente, esta vertiente del escritor inglés que no estaba, hasta ahora, al alcance del lector español. 

Por ello, saludamos con alborozo la publicación del libro Pasiones públicas, emociones privadas, que reúne una acertadísima selección de sus escritos periodísticos. La edición y traducción corre a cargo Dolores Payás, quien no solo ha impuesto un orden temático a los textos, sino que proporciona una  introducción a cada uno de los apartados. Y lo hace además, con la misma pasión y la misma vitalidad que el propio Dickens muestra en sus artículos, en perfecta sintonía con ellos. Ha conseguido, asimismo, verter estos textos al castellano -todo un reto- con una prosa tan fresca y fluida que nos parece como si se hubiesen escrito ayer. Algo muy pertinente, dado que muchas de las lacras sociales que Dickens denuncia son sospechosamente parecidas a las que aún hoy padecemos. 

Leyendo esta espléndida edición, sentimos que Dolores Payás ha sido en cierto modo abducida por Dickens (difícil resistirse a su encanto). Como ella misma confiesa en su epílogo: 

"Mis largas sesiones con Dickens han estado presididas por una pasión y una intensidad fuera de lo común. Cualquier intento de mantener una distancia de seguridad ha resultado vano. Dickens es uno de esos autores que se te mete bajo la piel, y luego no hay modo de hacerlo salir de ahí. Un claro fenómeno de posesión (demoníaca, angelical)."



Si todo lo dicho anteriormente no bastase para recomendar vivamente este libro, sepan que Dolores Payás ha sido también traductora de otro autor muy querido en este blog, Patrick Leigh Fermor. Por si fuera poco, lo conoció personalmente e incluso vivió una temporada en su casa de Mani; a partir de esta experiencia, ha escrito un librito donde traza un delicioso retrato de este autor, Drink Time! Una celebración de la vida, de la amistad, de la literatura. 


viernes, 9 de febrero de 2024

DINOSAURIOS Y OTRAS CURIOSIDADES

Como le ha ocurrido a tanta gente, hubo una época en que viví fascinada por los dinosaurios. No sé bien si oí hablar de ellos por vez primera en la serie Los Picapiedra, con sus simpáticos dinosaurios domesticados -recuerdo bien uno que hacía las veces de aspirador- o si ya antes estos seres de fábula habían hecho irrupción en mi vida, quizás a través de enciclopedias o de algunas de aquellas series de cromos que aspiraban a convertirnos a todos los niños en coleccionistas. 


En cualquier caso, eran unos seres míticos: tan extraños, tan grandes y, sobre todo, tan extintos. Unas características que les conferían, al menos en mi imaginario, un aura casi mágica. Hasta llegué a aprenderme muchos de sus complicados nombres científicos, que eran ya de por sí evocadores: Triceratops, Iguanodonte, Diplodocus, Arqueopteryx, Tiranosaurios. Sigo acordándome de estos y muchos más.  

Aunque mi interés infantil por estos animales se fue desvaneciendo, de vez en cuando estas criaturas  iban reapareciendo en mi radar. Ray Bradbury me regaló un cuento maravilloso, El ruido de un trueno, en el que un safari en el tiempo acaba francamente mal por culpa de un tiranosaurio (el cuento se publicó originalmente en 1952, aunque yo lo leí bastante más tarde en castellano). Después de eso, Jurassic Park me pareció bastante decepcionante. 

Luego, gracias a la novela de Tracy Chevalier Las huellas de la vida  supe de  la existencia de dos mujeres apasionadas por los fósiles que a principios del siglo XIX y descubrieron uno de los primeros ejemplares de ictiosaurio (esto era antes de Darwin, por lo que el mundo científico se inclinó a dudar de que un animal así hubiese existido). Por cierto que los victorianos -precursores en tantas cosas- sintieron una singular atracción por estos "grandes lagartos fósiles" y con motivo de la primera Exposición Universal, celebrada en Londres en 1851, construyeron unas enormes réplicas de dinosaurios, tan grandes que incluso se podía entrar en ellas y tomar el té dentro. Insuperable. 

      El Crystal Palace, sede de la Exposición, al fondo,
 y los gigantescos dinosaurios en primer plano. Toma parque temático.

Pero, aparte de estos atisbos de esas "criaturas extraordinarias" (así se titula en inglés la novela de Tracy Chevalier, Remarkable Creatures) yo seguía anclada en mis recuerdos de infancia sobre ellas e ignorante de los últimos avances de la paleontología. Por eso puedo decir que una de las cosas más extraordinarias que me han ocurrido últimamente es enterarme de que los pájaros son dinosaurios. Al principio, pensé que se referían a que las aves descienden de los dinosaurios. Al fin y al cabo, en esta larga cadena de la evolución, todos descendemos de casi todos. Error. Como he podido saber gracias a un interesante y para mí esclarecedor ciclo de conferencias de la Fundación Juan March, las aves son dinosaurios, los únicos de su especie que no se extinguieron y siguen presentes desde aquellas lejanas eras geológicas. Recomiendo encarecidamente que las vean si sienten algún interés por el tema.

Me gustan los pájaros, disfruto de sus trinos, de su vuelo, de su colorido. Pero reconozco que hay a veces algo inquietante en ellos (Daphne du Maurier y Hitchcock supieron traducirlo muy bien). A partir de ahora, creo que miraré a las palomas con otros ojos. ¡Dinosaurios!




lunes, 8 de enero de 2024

POR QUÉ HAY QUE LEER A WILKIE COLLINS


Durante buena parte de mi vida lectora ignoré que existía un autor llamado Wilkie Collins. En mi infancia y juventud había oído hablar de Dickens, primero (circulaban por ahí adaptaciones para niños de algunas de sus novela, y por supuesto la película musical de Oliver Twist me impresionó debidamente); más adelante, asomaron las Brontë en mi panorama lector (aunque solo las dos mayores; de Anne, ni rastro por entonces). 

Pero pasaron muchos años hasta que llegué a saber que había otro autor victoriano llamado Wilkie Collins. Seguramente, en mi fase de aficionada a la novela policiaca, me toparía con alguna mención a La piedra lunar como una de las primeras novelas detectivescas. Ni aún así me decidí a leerlo. Tenía la impresión  -sin duda causada por la etiqueta de "sensacionalista" con que aparecía en algunas críticas- de que sería un autor menor. Cuando por fin lo hice, mucho tiempo después, me di cuenta de que, una vez más, me había dejado llevar por los prejuicios. 

Créanme, igual que uno no debe juzgar un libro por su cubierta -es verdad que a todos nos gustan las cubiertas bonitas, pero no todas dan lo que prometen-, no deberíamos juzgar a un autor por lo que dicen de él. Ni siquiera los críticos. O, tal vez, sobre todo no los críticos. (Hago un breve excurso para recordar que, durante mucho tiempo, estos mismos críticos consideraron las novelas de Jane Austen "literatura para señoritas"; y es bien sabido que la crítica acogió la publicación de Cumbres borrascosas con horror, tachándola de impía, escandalosa y muchas cosas más. Solo son un par de ejemplos entre los más notorios. Si quisiera reflejar aquí todas las veces en que las críticas, ya sean positivas o negativas, de un libro me han llevado a engaño, no acabaría nunca.) 

Pero volvamos a Wilkie Collins. Lo que (casi) nadie dice de él es que es enormemente divertido. Bueno, tampoco lo dicen de Dickens y todas sus novelas están llenas de pasajes de una extraordinaria comicidad. Por algún motivo, se diría que ser capaz de hacer sonreír -o, directamente, soltar la carcajada- al lector es algo malo, cuando es un arte extremadamente difícil, que pocos consiguen dominar con soltura. Tomemos por ejemplo La piedra lunar, una obra con una intriga ingeniosa y una estructura narrativa admirable (cómo maneja Collins la sucesión de diferentes narradores es toda una lección del arte novelístico). No contento con eso, logra crear uno de los personajes más divertidos de la literatura moderna, en la figura del mayordomo, el señor Betteredge, absolutamente memorable. 

La longitud de la mayoría de sus obras fue otro de los factores que me hizo aplazar la lectura de este autor. Otro error. Es cierto, son largos, pero son tan amenos y pasan siempre tantas cosas que uno no lo nota. Tampoco resulta, como se podría pensar, trasnochado, ni "antiguo". De hecho, Collins era en muchos aspectos un avanzado a su época, y sus personajes femeninos tienen una personalidad, un vigor y una iniciativa que ya quisieran para sí muchas de las mujeres de Dickens. 

Por si aún no se han convencido de que deben leerlo, un par de cosas más: hoy, 8 de enero, se cumple el 200 aniversario de su nacimiento. ¿Qué mejor homenaje que empezar una de sus novelas? Si no saben por dónde empezar, este artículo del Guardian, escrito por Elly Griffiths (léanla a ella también), proporciona algunas pistas. Y, finalmente, Alba Editorial anuncia la publicación de La mujer de blanco en una nueva traducción, de Miguel Temprano. No lo duden: léanlo, me lo agradecerán. 

martes, 19 de diciembre de 2023

MIS LIBROS DE 2023

Muy a favor de estos Father Christmas 
victorianos, vagamente inquietantes. 

¡Ho, ho, ho! Ya llegó otra vez esa época del año en que todo el mundo insiste en que nuestras Navidades serán más felices si compramos sus productos. ¿Vas a regatearles un poco de felicidad a tu familia y amigos? Compren, compren... y nos bombardean con sugerencias para todos los gustos y todas las ocasiones. Y, cómo no, llegan también las listas de "los mejores libros del año". Listas por todas partes y para todos los gustos. Listas que, por supuesto, esconden un reclamo publicitario. Compren, compren... 

Ya ven, es difícil resistirse a tanta presión ambiental, así que aquí estoy, tratando de confeccionar mi lista. Eso sí, les prometo que será modesta, porque cuando veo eso de "los 100 mejores libros" me empiezo a marear. Aparte de que, ¿esos señores que decretan cuáles son los "mejores libros" del año, los habrán leído todos? Sospecho que no. A diferencia de ellos, puedo asegurarles que yo SÍ habré leído las obras que incluya en mi lista, aunque, para variar, casi ninguna sea estricta novedad. Hasta hay alguna -y muy destacada- que tiene más de un siglo de antigüedad. Sin embargo, por los buenos libros no pasan los años. 

Y es que, para encabezar mi lista no he de hacer ningún esfuerzo: de lejos, mi mejor lectura de 2023 ha sido Guerra y paz, de Lev Tolstói, en la maravillosa versión de Joaquín Fernández-Valdés (que, con todo merecimiento, recibió el Premio Esther Benítez por esta traducción). 


No sé cómo se las ingenia el célebre conde, pero este es uno de esos libros que uno no lee, sino que los vive. Desde la primera página, estás ahí, en los salones y en las batallas, acompañando a todos sus personajes, sufriendo y amando con ellos. ¿Que es largo, dicen? No lo suficiente, se lo aseguro, porque al acabarlo una desearía que tuviese mil páginas más. 

La verdad es que, tras recomendar calurosamente este monumento de la literatura, casi podría dejarlo aquí. Si me hacen caso, con esto ya tienen lectura para unos meses. Pero, como no todo en nuestra vida lectora han de ser magnas obras, ahí va mi segunda recomendación, en un registro muy distinto. 

Se trata de La autopista Lincoln, la tercera novela del norteamericano Amor Towles; sí, yo también desconfié de un autor con este nombre, que más parece el seudónimo de una escritora romántica, pero es un escritor serio, graduado en Yale y aficionado al jazz; por encima de toda sospecha, pues. Este autor, que ya nos había proporcionado muy buenos ratos con su obra anterior, Un caballero en Moscú, abandona aquí la Rusia revolucionaria para llevarnos a un recorrido por su Estados Unidos natal. Se trata de una novela llena de personajes curiosos, entretenida, simpática, ideal para levantar el ánimo. Una lectura perfecta, diría yo, para esos meses mustios de enero y febrero en que una no tiene ganas de nada. 


Y, para contrarrestar las luces y el espumillón que nos rodean, nada mejor que una lectura un tanto inquietante: El ocupante, de Sarah Waters (en este blog somos muy partidarias de las lecturas tenebrosas en general, algún día tengo que hacer una lista de mis favoritas). Como sé que hay muchos escépticos de este género, dejaré que sea la autoridad de Hilary Mantel (¿alguien puede competir con una señora que ha ganado dos veces el Booker Prize?) quien hable sobre ella: "El ocupante opera en las turbias fronteras entre lo sobrenatural y lo psicopatológico, y es un territorio en el que Waters se mueve con suprema facilidad. Uno de los placeres de este libro es cómo sabe combinar lo espeluznante con una penetrante observación social. Se encuentra cómoda en una ambientación de posguerra convincente; por más que nos dé pena la familia de Hundreds Hall a medida que su mansión ancestral y su cordura se van desmoronando, Waters nunca permite que olvidemos sus repulsivas actitudes sociales. En algunos momentos, se diría que el espíritu que los ronda es el de su esnobismo."


Para finalizar -ya les dije que sería breve-, y puesto que es inevitable que en algún momento llegue el verano, nos vamos al Egeo, en compañía de Charmian Clift y su familia, quienes, hartos de la vida en el Londres gris de los cincuenta, huyen a una isla griega poblada por pescadores de esponjas. Cantos de sirena es la chispeante crónica de su adaptación, no siempre fácil, a la isla y sus habitantes, un libro que con la distancia temporal resulta ser casi un estudio antropológico de una forma de vida ya desaparecida. 


Si quieren pasar un buen rato, aquí tienen estas sugerencias, de verdad infalibles. Y ni siquiera hace falta que se desdineren, posiblemente puedan conseguir ejemplares en su biblioteca local. Contrariamente a lo que dicen por ahí, comprar no da la felicidad. Leer, sí. ¡Lean y disfruten del 2024! 


jueves, 19 de octubre de 2023

EN FAVOR DE LOS TRADUCTORES

 


Al contrario de lo que ocurre en los países anglosajones, donde una gran mayoría de las obras literarias que se ofrecen al consumidor fueron escritas originalmente en inglés, en España (igual que en Italia, en Portugal, en Grecia o en muchos otros países), un porcentaje muy notable de los libros que circulan son traducciones de otras lenguas. Este es un hecho en el que buena parte de los lectores no reparan. Están convencidos de haber leído a Elena Ferrante, por decir algo, cuando la novela es de Ferrante, pero la lengua le pertenece a Celia Filipetto, su traductora (quien, por cierto, acaba de obtener, muy merecidamente, el Premio Nacional de Traducción).

En realidad, la traducción es una labor a un tiempo imprescindible e invisible. Imprescindible porque, de otro modo, quien no domina más que una lengua vería drásticamente limitado su campo cultural (Iba a escribir “su lengua materna”, pero esto también podría ser objeto de un largo debate.). Sin traductores, olvídate de Homero, de Shakespeare, de Dante, olvídate también de la propia Biblia. Pero la traducción es también invisible, porque tendemos a olvidar que lo que llega a nuestras manos en nuestra lengua no fue originalmente escrito así. Cuando cree estar leyendo a Tolstói, a Kafka o a Joyce, el lector olvida que esas frases que tan bien suenan han pasado por el filtro de la traducción. No son lo que dice el autor, propiamente, sino lo que ha interpretado el traductor.

Como dice Kate Briggs, ella misma traductora, en su ensayo This Little Art, el traductor, igual que hace el novelista, le pide al lector que suspenda por unos momentos su incredulidad.  Si, al abrir una novela, somos conscientes de que los personajes que contienen sus páginas no son reales, pero aún así estamos dispuestos a fingir que lo son, a sufrir y reír con ellos, al leer una novela traducida el pacto es doble: no solo esos personajes no han existido nunca, sino que nunca se expresaron en esa lengua. Y el lector lo hace. Sabemos -por tomar uno de los ejemplos que cita esta autora- que los personajes de Thomas Mann se expresan en alemán, pero cuando abrimos la traducción de La Montaña Mágica de Isabel García Adánez estamos dispuestos a aceptar que, a Hans Castorp, a su llegada a Davos, le recibe su primo Joachim diciendo: “¡Muy buenas! ¿No vas a bajar?”, con el “campechano acento de Hamburgo”. El lector ni pestañea.

Para que esta especie de doble salto mortal funcione, se requiere algo muy difícil: que el autor posea la habilidad suficiente para hacer verosímil lo que cuenta, y que el traductor, por su parte, posea una habilidad similar para verterlo a otra lengua sin que al texto se le vean continuamente las costuras, sin que quede al descubierto el andamiaje de esta suplantación.  Como dice Nuria Barrios en La impostora, un ensayo sobre los vínculos entre traducción y creación, “La traductora presta su voz a un autor extranjero para que la lectora lo identifique como parte de su cultura -una Agota Kristoff hispana, un Emmanuel Carrère hispano, una elena Ferrante hispana…- y su obra no le suene ajena”. Aunque, “La difícil y fascinante meta de la traducción es mantener vivo el eco del idioma de origen en el idioma de destino”. Un trabajo ingente y delicado.

Según la ley de propiedad intelectual española, el traductor es considerado creador de pleno derecho. Con justicia, pues la traducción es, sin lugar a dudas, un proceso de creación. Sin embargo, se trata de un trabajo poco valorado y aún peor pagado. Recientemente, la asociación ACE Traductores publicó un manifiesto en el que denunciaba que “en dos décadas apenas han mejorado las condiciones económicas de un grupo de profesionales que contribuye de manera nada desdeñable a engrosar los beneficios del sector editorial”. Vaya, que viene cobrando la misma tarifa que hace veinte años. ¿Se imaginan que ocurriese lo mismo en el resto de ocupaciones?

Si alguna vez ha caído en sus manos una mala traducción, de esas que convierten el texto en algo ilegible, coincidirán conmigo en que los profesionales de la traducción merecen una remuneración adecuada a su esfuerzo y a su buen hacer. La próxima vez que abran una novela traducida y el lenguaje fluya armoniosamente, piensen en la persona que ha hecho posible ese milagro, y agradézcanselo. Ojalá los editores lo hiciesen también.    

miércoles, 30 de agosto de 2023

EL ANTILADRÓN DE LIBROS


(Ilustración de Chris Madden)

Lamentablemente, el robo de libros es una lacra antigua y extendida. En diversas ocasiones nos hemos ocupado en este blog de esta variedad de los amigos de lo ajeno, desde los que actúan por simple afán de lucro -como los ladrones que sustraen ejemplares raros y valiosos (robos que muy a menudo, nos tememos, no llegan a ser descubiertos)- hasta quienes lo hacen por una obsesión que les lleva a codiciar determinadas obras con afán enfermizo y delictivo. También están los que practican el robo de libros casi como deporte, actividad que algunos camuflan como postura política (véase el caso de Abbie Hoffman, autor de una obra titulada Roba este libro... que a su vez se convirtió en uno de los títulos más robados en las librerías estadounidenses.) El robo de libros, en cualquiera de sus variantes, es además una lacra inmemorial, pues ya en las bibliotecas de la Antigüedad, así como en las de la Edad Media, eran frecuentes las inscripciones que amenazaban al ladrón con las más terribles maldiciones. 


Maldición en un manuscrito del siglo XII

Quien se interese por el tema encontrará innumerables casos y anécdotas asociadas a este tipo de ladrones. Sin embargo, hasta ahora yo no me había topado con su reverso: el antiladrón de libros. No piensen que hablamos de alguien que trata de evitar los robos de libros, sino de alguien que, en lugar de sustraer libros, los aporta.... eso sí, subrepticiamente. Allí donde un ladrón acecha el momento oportuno para hacerse, a escondidas, con un ejemplar, nuestro antiladrón se vale de idénticas tretas para dejar libros sin que nadie lo advierta. Se preguntarán a qué se debe esta conducta, en apariencia chocante. Cualquiera de mis lectores que -como nos ocurre a  la mayoría de bibliópatas- tenga su casa atiborrada de libros lo comprenderá fácilmente. Llegados a ese punto en que no cabe una estantería más, en que las dobles y triples filas no admiten más ejemplares, en que las pilas de libros amenazan con derrumbarse, todos nos hemos preguntado cómo hacer para aliviar, aunque sea mínimamente, tamaña carga libresca. No es tan fácil. Hay quien opta por abandonar unos cuantos volúmenes a su suerte en cualquier lugar público, confiando en que aparecerá algún alma caritativa (y lectora) que se los lleve a su casa. No hay garantía, por supuesto, de que eso ocurra. La opción en apariencia más sencilla y expeditiva, la de tirarlos a la basura (o al container del reciclaje) va contra nuestros principios más arraigados: a cualquier amante de los libros, tratarlos como si fuesen mondas de naranja o envases de tetrabrik le produce un dolor indecible. ¿Qué desearíamos para ellos? Naturalmente, que encuentren un buen hogar. Que sean acogidos por alguien que los aprecie y los cuide y, a ser posible, que lleguen a nuevos lectores. Está claro: ¡una biblioteca! Pero, ay, resulta que las bibliotecas públicas no admiten donaciones de particulares. Si se les ha pasado por la cabeza aligerar el peso que soportan sus librerías -o deshacerse de los libros de su difunta tía Engracia, que de ningún modo caben en su casa-, desechen esa idea de inmediato. 

Gladstone's Library

Pero allí donde los simples mortales fracasamos y damos media vuelta ante la firme negativa de la biblioteca a quedarse con nuestros libros descartados, nuestro intrépido antiladrón se crece. Adoptando su expresión más inocente, se encamina decidido a la biblioteca elegida (a ser posible, una donde no le tengan ya visto) provisto de una mochila, como un estudiante cualquiera de los que aprovechan sus acogedoras salas para repasar sus apuntes. Una vez allí, deambula por los pasillos, buscando siempre los más solitarios, para ir repartiendo, con disimulo, la carga de su mochila: ora coloca una novela del XIX entre los tratados de química inorgánica, ora camufla una recopilación de cuentos fantásticos entre manuales de contabilidad. O deja un volumen de poesía entre las actas de los Congresos Eucarísticos (signatura 265, por si alguien está interesado en consultarlas). Lo encuentro una actividad fascinante. Desde que supe de esta modalidad, no dejo de elucubrar, ante mis libros candidatos a ser expurgados, cuál sería el lugar más adecuado para depositar cada uno de ellos.

Entiéndanme, no estoy animándoles a que imiten el ejemplo de nuestro ingenioso antiladrón. Soy consciente del trastorno que sus incursiones deben de causar a los bibliotecarios, obligados de repente a catalogar una serie de ejemplares con los que no contaban, y a ejercer de vigilantes para evitar sucesivas aportaciones no deseadas. Aunque, por el momento, solo sé de una persona (cuya identidad debo mantener en el más riguroso secreto) que practique este -diríamos- deporte, de modo que confío en que el daño causado no sea grave. 

viernes, 30 de junio de 2023

¿CUÁNTAS PÁGINAS DEBE TENER UN LIBRO?

Decididamente, las redes son una mina. Por más que una sea cuidadosa con los perfiles que sigue, los señores que las gestionan (tal vez se encarga ya la IA, a estas alturas) se encargan de llenar tu pantalla de informaciones que ni has pedido, ni te interesan. Lo que por regla general resulta muy irritante, pero de vez en cuando estas apariciones no solicitadas dan pie a echar unas risas, o a reflexionar un poco, como en este caso. Todo viene a cuento de que me he topado con un tuit -una de esas preguntas a los lectores de las que hablé hace poco- que decía: "¿A partir de cuántas páginas consideras que un libro es un tocho?" Por supuesto, no he respondido, básicamente por dos razones: 

1) Porque estoy segura de que su autor/a no tiene mayor interés en saberlo, solo busca acumular respuestas, retuits y nuevos seguidores.

2) Porque, de querer darle una respuesta, me vería obligada a sobrepasar de largo la extensión máxima de 280 caracteres. ¿Que podría hacer un hilo? Sin duda, pero no creo que Twitter sea el lugar más adecuado para elucubrar sobre estos temas. Así que me he venido hasta aquí para hacerlo.

Como suele ocurrir con este tipo de preguntas hechas sin ton ni son, ya su enunciado es discutible. ¿Qué entendemos por "tocho"? ¿Simplemente, un libro con muchas páginas? Obsérvese que el término "tocho" posee un matiz despectivo; en su primera acepción del diccionario de la RAE, como adjetivo, "tocho" significa "tosco, inculto, necio"; solo en su cuarta acepción, y como coloquialismo,  encontramos el sustantivo "tocho" como equivalente a "libro con muchas páginas" (que suponemos es el significado que quiere dar a entender el tuit en cuestión). Ahora bien, ¿es el número de páginas un criterio válido para juzgar un libro? La pregunta no lo especifica, pero es común que a algunos lectores la perspectiva de leer más de un determinado número de páginas les resulte disuasoria. ("Huy, no, este libro no, que es un tocho.")

También es discutible el concepto de "páginas", que no es ni mucho menos inmutable. Según sean el formato, el cuerpo de letra, la interlínea o los márgenes de cada edición, una misma obra puede ocupar más o menos páginas. En épocas de carestía de papel, es corriente que el cuerpo y la interlínea se reduzcan, y los márgenes se aprovechen al máximo. Veamos el ejemplo de una de las novelas de Galdós, Misericordia, que en su edición original de 1897 ocupaba 398 págs.; en 1932 podemos encontrar una edición, de la editorial Hernando, con solo 361 págs., pero en épocas de vacas flacas el adelgazamiento se incrementa: en 1945, la edición que publica Losada tiene solo 240 págs.; a partir de ahí, el libro irá engordando: la última edición registrada en el catálogo de la Biblioteca Nacional (Navona, 2020) alcanza ya las 353. ¿La debemos, pues, considerar un "tocho", de casi 400 páginas, o  una novela breve de solo 240?  


Por cierto, lo que mucha gente no sabe es que esas larguísimas novelas del XIX por lo general no se comercializaban en un solo volumen. Muchas vieron la luz por entregas -y ahí sí que interesaba demorar todo lo posible su conclusión, porque de este modo el escritor seguía cobrando- o divididas en tres volúmenes, que era el formato usual (que las novelas de Jane Austen, por ejemplo, estén divididas en tres partes se debe, ni más ni menos, a que se publicaron de este modo, y cada parte corresponde a un volumen).  


Aunque, a fin de cuentas, lo que debería importar no es la extensión en páginas de un libro, sino su contenido. Es decir, si esas páginas, no importa  qué pocas o qué muchas sean, están bien aprovechadas. Personalmente, estoy muy a favor de los libros largos, de esos que una querría que durasen eternamente: eso sí, su longitud ha de estar justificada, nada de andar rellenando páginas con diálogos insulsos, o descripciones que no aportan nada. Hay, por desgracia, muchas novelas que habrían mejorado notablemente si su autor o sus editores se hubiesen dignado recortar varias decenas de páginas. Este de la extensión desmesurada es un mal que aqueja en especial a los por lo general horrendos productos comerciales llamados bestsellers, que parecen competir entre ellos por ver quién llena más páginas. (De paso, no me resisto a comentar que el mismo mal padecen las últimas producciones de Hollywood. Ya nadie parece ser capaz de contar una historia en menos de tres horas, y me quedo corta. ¡Pero si está lleno de obras maestras del cine que lo resuelven en hora y media, tan ricamente!) 

En fin, como ven, en cuanto al asunto de los "tochos" no es tan fácil pronunciarse. Por mi parte, ando aún llorando por las esquinas, lamentando haber acabado mi lectura de Guerra y paz, un "tocho" que no me habría importado en absoluto que tuviese unos cuantos cientos de páginas más.